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El hombre que supo vivir y morir con paciencia
retrato en mil palabras

El hombre que supo vivir y morir con paciencia

FÉLIX MADERO

Miércoles, 19 de septiembre 2012, 20:34

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Dicen aquellos que indagan sobre la muerte que las personas que han estado unos segundos en coma y luego vuelven a la vida son capaces de recordar algunas caras y unos cuantos paisajes. Probablemente Santiago Carrillo antes de cerrar los ojos para siempre haya recordado su infancia en Madrid, cuando su padre Wenceslao Carrillo Alonso, dirigente nacional del PSOE y de la UGT se trae la familia a vivir al barrio madrileño de Cuatro Caminos. Carrillo tiene contadas, y exageradas, las penurias y dificultades de su infancia, donde coloca sus primeras emociones sociales que le llevarían a tener primero el carné de las Juventudes Socialistas y luego el del Partido Comunista.

El exsecretario general del PCE se ha muerto cuando apenas quedan testigos que den fe de su historia, cuando con algo más de 20 años es nombrado Consejero de Orden Público en un Madrid en plena Guerra Civil y con el Gobierno de la República camino de Valencia. Mejor para él. Era el más viejo y ha visto como sus coetáneos amigos, enemigos y adversarios se han ido antes. Quizá eso le dio una cierta tranquilidad, esa que da saber que los que vieron, conocieron, supieron y sintieron junto a él ya no estaban para contarlo.

Carrillo ha muerto sin quitarse de encima la losa histórica de Paracuellos. Él se defendió siempre, y llegó a decir que «si vivieran Miaja; si vivieran Prieto y Azaña, nadie hablaría de mi. Pero soy el único que queda vivo de todo aquello». De todo aquello, de la matanza de Paracuellos que terminó con la vida de 2.400 personas cifra en la que coinciden dos historiadores tan dispares como Ian Gibson y Ricardo de la Cierva, le responsabilizó siempre el régimen franquista. Paul Prestón, autor del libro El Holocausto español, sostiene que las mentiras de Carrillo son infantiles: «Es una ridiculez decir que no sabía nada de lo ocurrido en Paracuellos». Lo negó hasta el final, pero hay un cierto consenso entre los historiadores según el cual fue muy difícil que Carrillo, Consejero de Orden Público en aquel momento, no tuviera información de lo que estaba pasando. La última vez que le preguntaron fue en una entrevista que el periodista Luis del Olmo le hizo para la emisora ABC Punto Radio, en la que viejo político envió al averno al locutor.

Luis del Olmo: «Señor Carrillo, que responsabilidad tuvo en la matanza de Paracuellos».

Santiago Carrillo: «Señor del Olmo, váyase usted al infierno. Me duelen los colgajos de oír cada vez esa pregunta. Estoy hasta el copete de la pregunta».

Nadie hay vivo que lo recuerde como Secretario General de las Juventudes Socialistas de España (1934-1936) y Secretario General de las Juventudes Socialistas Unificadas (1936-1947). Los que lo trataron como Secretario General del PCE (1960-1982) coinciden en calificarlo de persona inteligente, implacable, sin amigos. Los que convivieron el tiempo que fue diputado (1977-1986) lo tildan de pragmático, de opinión poco firme, pero muy audaz. Desde hoy, y en relación a sus primeros años en política, solo los libros de Historia hablan del dirigente comunista más importante de España en el largo y tortuoso siglo XX.

Una vida tan larga deja huellas. Hasta hace poco estaba entre nosotros y frente a Carrillo siempre o casi siempre el escritor y político Jorge Semprún, que hizo el recorrido de Carrillo pero al revés, del comunismo al socialismo. El camarada Federico Sánchez alias del exministro de Cultura en sus años de lucha antifranquista fue expulsado junto a Fernando Claudin por un implacable y expeditivo Santiago Carrillo que nunca consintió la más mínima disidencia mientras él fue secretario general. De Carrillo, decía Semprún en una cadena de radio en 1998: «Yo le puedo contar lo que quiera, pero habrá cosas que no podrá creer porque son inimaginables».

Con Stalin

Y lo contó con brillantez en su libro Autobiografía de Federico Sánchez, de donde se extrae este testimonio: «En 1948, decía entonces Carrillo, Stalin invitó a una delegación de nuestro partido, compuesta por Dolores Ibárruri, Francisco Antón y yo. Yo le había visto ya, de lejos, en 1940, pero está fue la única entrevista que tuve con él. Para un comunista de entonces, ir a discutir con Stalin era un acontecimiento. () Estábamos muy emocionados». Fue en aquel momento, en el Kremlin, cuando Stalin les dijo que deberían de olvidarse de hacer guerrillas en España, que había que introducirse en las organizaciones de masa legales, como hicieron los bolcheviques. Y Stalin remató: «Hay que tener tierpienietz (paciencia)». Carrillo hubo de pensar entonces que el consejo de dirigente soviético que tanta emoción le procuraba llegaba tarde. Toda su vida había estado dirigida bajo golpes eficaces de paciencia. Nunca se precipitó, y cuando lo hizo perdió el poder, tal y como le pasó 1982 cuando se vio obligado a salir de la secretaria general el PCE.

«Ofuscación sicoanalizable»

Polémico y provocador hizo de su vida una experiencia que no dejó indiferente a aquellos que quiso y odió. Y quiso y odió dentro y fuera de su particular ámbito político. Hay que volver a Semprún, quizá el comunista hasta que dejó de serlo, que mejor lo conoció. «Carrillo ha tenido siempre una ofuscación psicoanalizable de la memoria. Se ha olvidado de Stalin. Lo cual es mucho olvidarse, desde luego», escribía Semprún en la necesaria y urgente Autobiografía de Federico Sánchez.

La CIA, en su ficha, destacó dos palabras: Inteligente y capaz. Dos características ciertas, pero incompletas para definir una memoria que aún hoy causa dolor y despecho en los que hicieron la Guerra Civil en el bando nacional. Esa memoria aún continúa intacta, dolorosa, presente, pero mezclada por la vuelta del dirigente comunista a España. Carrillo en 1977, paseándose por Madrid con una peluca, deseando ser detenido y llamar la atención sobre precaria situación política pilotada por Adolfo Suárez, con el que se entendió hasta el punto de que fue éste el que facilitó la legalización del PCE. A cambio Carrillo reconoció la monarquía constitucional, llamó al Rey: «Juan Carlos el Breve», y la bandera española.

Atrás quedaron los años en los que impulsó la política de reconciliación nacional, las nuevas tesis del llamado Eurocomunismo, junto a Berlinguer y Marchais, para salir de la órbita del poder soviético. Atrás también la forma en que se enfrentó a los golpistas del 23-F. Y, por último, los años postreros dedicados a escribir artículos y participar en tertulias radiofónicas. Ha muerto con 97 años. Nunca un hombre como él ha podido decir con más razón aquellos que escribiera Pablo Neruda: Confieso que he vivido. Lo hizo con paciencia, tal y como Stalin le dijo una vez: «Tierpienietz, Santiago, tierpienietz».

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