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La última herencia de Franco

DIEGO CARCEDO

Martes, 17 de noviembre 2015, 11:40

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Apenas una semana antes de morir, el general Franco aún dejó una pesada herencia a los saharauis, unas decenas de miles de personas que, por triquiñuelas de la política, orgullo patriótico de los nostálgicos del Imperio, e intereses económicos moderados, eran improvisados ciudadanos españoles de pleno derecho. La Marcha Verde promovida por el Rey de Marruecos, saltándose los compromisos de unidad árabe que había contraído con los presidentes de Argelia y Mauritaria, y en un claro reto a los tejemanejes de España para prolongar el estatus colonial del Sahara Occidental, mantenía en vilo a las autoridades españolas del momento, huérfanas del poder omnímodo que desde el lecho de su agonía ya no podía ejercer el Caudillo en persona.

El Gobierno, presidido por el fiel, dubitativo y lloroso Carlos Arias Navarro, movió sus escasos resortes de influencia diplomática para evitar que la provocación, quizás incitación a una matanza que habría condenado a perpetuidad la imagen de España culminasen drama. Dos ministros, el de la Presidencia, Antonio Carro, y el secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, viajaron a Rabat para intentar convencer con argumentos tópicos al astuto Hassan II de que aquella situación había que resolverla entre amigos -de «tú a tú entre andaluces», cuenta que el extrovertido Solís, natural de Cabra (Córdoba), le argumentó al Rey sin mucho respeto al protocolo de la Monarquía Alauita-.

Las prisas por resolver el asunto, gestiones políticas y diplomáticas a la desesperada y sobre todo la presión internacional, encabezada por los Estados Unidos que se pusieron del lado marroquí, dieron resultado el 14 de noviembre de 1975, hace cuarenta años, en que cristalizaron en la firma de un acuerdo, conocido como «Acuerdo Tripartito de Madrid», entre España, Marruecos y Mauritania. Argelia se quedó fuera y en la oposición activa al Acuerdo por el que nuestro país accedía a abandonar el territorio con la mayor celeridad para dejar abierto el camino para que tropas marroquíes por el norte y las mauritanas por el Sur, lo ocupasen. Todos los argumentos y promesas que España había venido manejando desde hacía años eran liquidados de un plumazo.

Las autoridades españolas no tenían fácil explicar su claudicación a la opinión pública, pero las limitaciones que sufría la libertad de prensa y la inquietud que despertaba en la sociedad el futuro sin el dictador, contribuyeron a eclipsar la noticia. El Acuerdo que se hizo público en el BOE una vez refrendado por las Cortes Orgánicas del Régimen constaba de una breve introducción y seis puntos en los que se especificaba que, tras una etapa breve de Administración compartida por los tres firmantes, tanto la burocracia española como sus tropas abandonarían el territorio antes del 28 de febrero del año siguiente.

No se revelaba en el texto hecho público que el Acuerdo incluía también tres anexos secretos, uno de ellos -conocido años más tarde- estipulaba que España conservaba derechos pesqueros en el Banco Sahariano pero cedía a Marruecos el 65 por ciento de la propiedad de los ricos yacimientos de fosfatos de Fos-Bucraa en cuya puesta en explotación había invertido grandes recursos. El Acuerdo fue presentado como un gran éxito, pero la claudicación española ante la exigencia de la ONU de que fuese consultada la población antes de decidir su futuro, enseguida se reveló ineficaz.

Las Naciones Unidas, muy influidas por la presión del Movimiento de los No Alineados que lideraba Argelia, declaró el Acuerdo poco menos que nulo, no reconoció ni a Marruecos ni a Mauritania la legitimidad sobre las partes del Sahara que cada uno ocupaba; antes al contrario, mantuvo el territorio en la lista de países a descolonizar, y 40 años después sigue considerando a España como la legítima potencia administradora lo cual aún le confiere cierta responsabilidad en el conflicto que acabaría desencadenando una guerra abierta entre Marruecos y el Frente Polisario -la organización política saharaui-, que ya ha costado muchas vidas y -actualmente en situación de tregua indefinida- continúa enquistado.

Cerca de doscientos mil refugiados sobreviven en campamentos en Tinduf, frontera con Argelia, dependiendo de la ayuda internacional y la protección argelina, bajo el síndrome permanente de la incertidumbre y la incapacidad para abrirse a otros horizontes. En todo este tiempo el problema ha pasado por múltiples vicisitudes, como la de la renuncia de Mauritania a su parte -ocupada inmediatamente también por Marruecos-. Las propuestas de arreglo formuladas por Naciones Unidas han fracaso ante la obstinación de los dos contendientes en mantener sus posiciones.

La realidad del Sahara podría resumirse como el último legado de Franco, materializado ya por sus albaceas, a la sociedad internacional: un problema sin solución. Y es que el 14 de noviembre de 1975, España se desentendió de un conflicto que le había estallado en las manos dejando expedito el camino para un enfrentamiento, a veces sangriento, predestinado a eternizarse para el que la realidad y la experiencia van confirmando que efectivamente no hay solución.

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