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RICARDO PERTIERRA
Lunes, 16 de enero 2017, 01:44
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Fueron dos horas y media de un concierto -«me olvidé que hace media hora que terminamos ya el repertorio previsto y que estamos con las propinas desde entonces», dijo Ara Malikian para despedirse- que siguieron mil personas absolutamente entregadas en un auditorio en el que sólo hubo dos toses que se pudieron contar. Una y dos. Fue como una cura catarral. Todo lo demás fue respeto, entusiasmo y disfrute general con la pirotecnia, el virtuosismo y la arrolladora simpatía de uno de los mejores músicos de nuestro tiempo: Ara Malikian. En el Centro Niemeyer, con una programación musical y teatral cada vez más sólida, sin perder atractivo, el genio libanés dio nuevamente una lección de música. Ara Malikian concibe sus espectáculos como una suma de concierto heavy infiltrado en un concierto clásico. Como si Deep Purple ofreciera el concierto de Año Nuevo en Viena.
La formación de Malikian (tocando el violín a los tres años) es abrumadora. Y la formación que lo acompaña (violín, viola, contrabajo, violoncello, guitarra, percusiones y batería) no desmerece de esa mentalidad fusionadora en la que domina una palabra: diversión. Malikian juega consigo mismo y con el espectador, juega con sus músicos y con la música. Y eso crea una conexión en el auditorio inédita, de pura expectación, de puro entretenimiento.
Y lo hace combinando a Bach, a Vivaldi (¡qué Invierno de Vivaldi nos ofreció!) o a Mozart con Led Zeppelin (¡Qué Kashmir!), Bowie (Life on Mars sonó arcangélica) o Jimmy Hendrix (necesario homenaje del Hendrix del violín al Hendrix de la guitarra). Y otra clave que explica la música y la puesta en escena del libanés: la música celta. Que nadie se sorprenda: en los monólogos que Ara Malikian desarrolla entre pieza y pieza narra su experiencia celta. Y cualquiera que escuche a Charlie Mckerron ó a Mairead Nesbit, por señalar dos referencias virtuosísticas del violín celta, se encontrará con usos, sonidos, gestos y actitud reconocibles en el libanés.
Demostró una vez más que tiene un dominio completo del espectáculo que ofrece dentro y fuera del escenario -en su última interpretación subió y bajó las escaleras centrales del auditorio-, desde su calculada voz suave y profunda al relato simpático de sus vivencias personales y profesionales. Arrancó las risas de los espectadores cuando se inventó sus sofocos iniciáticos para explicar a sus compañeros de orquesta que su violín no tenía el pedigrí de otros, al tratarse tan solo de un 'Ravioli'; volvieron las carcajadas cuando relató su encuentro en Asturias con los percebes; y se puso serio cuando recordó a su abuelo, superviviente del genocidio armenio, con una pieza en recuerdo de ese y de todos los genocidios del mundo.
En suma, un concierto que sí enriquece programaciones, de los que no se olvidan fácilmente.
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