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El poder de la manada

Han pasado 131 años desde que una pareja de hermanos sembrase el terror en las calles del barrio ovetense de San Lázaro. Habían matado a un hombre al que se la tenían jurada

PPLL

Domingo, 30 de abril 2017, 00:46

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Dos eran dos los 'Llobos' de San Lázaro y siempre iban en manada. Fernando el uno, Benito el otro; la 'crème de la crème' del lumpen ovetense, paridos una treintena de años atrás por una mujer a la que llamaban 'Lloba' y de la que habían heredado mote, maneras y poco gusto por trabajar. Porque a los 'Llobos' no los había aplacado ni el servicio militar, que les tocó hacerlo en Puerto Rico, y el mayor de ellos, Fernando, lo había aprovechado, incluso, para meterse en líos. Fue la primera vez que dio con sus huesos en prisión: fueron, de aquella, tres meses por haber agredido a un sargento y, a su vuelta a España otros tantos por meterse en jaranas, por insultar a los agentes de la autoridad, por pelearse siempre al lado de su hermano, de quien decían no tenía el valor suficiente como para hacerlo solo.

No perdonaban. No sabían hacerlo. Meterse en líos con los 'Llobos' era, en aquel Oviedo de finales del siglo XIX, acabar en problemas de forma segura. Rafaela Álvarez lo sabía bien. Tiempo atrás, en una reyerta de poca monta en el chigre del Fumaxil, los hermanos -esta vez acompañados por su cuñado, al que llamaban Bastarrica-- habían puesto fino a su marido, Gabriel Álvarez, a quien todos conocían como 'Pelleyu'. Acabó en el hospital, como ya hace sospechar la ligera complexión física que debía tener el hombre para recibir tal mote, y ni aun así los 'llobos' se habían dado por vencidos. Comenzaron a perseguirla, a toparse con ella por todas partes y a enseñarle el filo de la navaja siempre que tenían ocasión. Lo hacían con todas las mujeres de los hombres con los que, aquel día, se enfrentaron, pero quizás fue Rafaela el mayor objeto de las iras de los hermanos porque ella, al principio, les respondía. ¿Cómo no hacerlo si la situación ya pasaba de castaño oscuro?

«Yo no quería que Gabriel fuera esa tarde a donde Cefero», lloriqueó, en la mañana del 21 de junio de 1886, la mujer ante el juez. Se refería Rafaela al anterior 2 de mayo, cuando 'Pelleyu' se encaprichó con ir hasta San Lázaro y ella, sin éxito, intentó detenerle. Tenía miedo de los hermanos. «No te preocupes, mujer», contó ella que le había respondido el marido. «Los Llobos hoy fueron a la Pega, a comer una llangostada»

No era cierto, pero podría haberlo sido. La verdad es que nadie sabía exactamente de dónde sacaban los 'Llobos' el dinero para andar todo el día de taberna en taberna, de prostíbulo en prostíbulo, de pendencia en pendencia, pero lo conseguían, que es lo importante. Había quien decía que los posaderos les fiaban, con tanto miedo como les tenían a dos hombres a los que, desde mozos, les perseguía una leyenda casi de terror. La cuestión fue que aquel 2 de mayo, en fin, no era cierto que se hubieran ido de llangostada los hermanos porque la sangre les podía más que el estómago, la ira más que el hambre, y cuando estaban a punto de partir a la mariscada alguien les dijo que en la taberna de Cefero Cabeza andaban, a chatos, el 'Pelleyu' y su cuñado 'Molina'.

A Gabriel el corazón le dio un vuelco al verles entrar y, conminando a su cuñado a marcharse, pusieron pies en polvorosa. Tarde: los 'Llobos' corrieron tras ellos, acechándoles en manada, sin temor de encontrarse a plena luz del día, con decenas de testigos por las calles. «¡No os acerquéis, que os meto dos balas a cada uno!». 'Pelleyu', desde aquello del Fumaxil, llevaba revólver en un bolsillo y navaja en otro, por lo que pudiera ocurrir. Pero no sirvió de nada: la manada nunca tiene miedo. Haciendo gala de las más sofisticadas técnicas de caza, más propias del instinto del animal carnívoro que del ya muy descafeinado humano, los hermanos dejaron confiarse a sus contrincantes y, un minuto más tarde de que estos comenzasen a desandar el camino, se les echaron encima.

Iban armados con cuchillos y no temían usarlos. 'El Benito', dicen las actas del informe del fiscal en el acta del juicio, «dio una cuchillada en el pecho y región mamaria derecha a Molina, y el Fernando otra en la espalda al 'Pelleyu', cayendo los dos al suelo y, al quererse incorporar este, el Benito le dio otra cuchillada en la frente y ojo izquierdo, que le interesó, además, todo el carrillo, quedando muerto en el acto». La cuchillada había atravesado la aorta del 'Pelleyu' y, poco más allá, cayó la boina de color ceniza con la que intentó protegerse de la otra, la que le atravesó el ojo y que, de haber seguido con vida, le hubiera dejado ciego. 'Molina' tuvo más suerte y, echando a correr como alma que lleva el diablo, despistó a los agresores. Oviedo, todo Oviedo, desde el individuo más pobre al más rico, no anduvo tranquilo hasta que ese mismo atardecer las autoridades prendieron a los 'llobos'. La pista era sencilla: solo había que seguir el itinerario de las tabernas más habituales y comprobar que habían pasado por todas, jactándose de haber matado a un hombre.

Nadie pudo negar la premeditación de un crimen pensado ya desde muchos meses atrás. En el juicio, Rafaela aseguró que los procesados le habían dicho, al verla llevando comida a su marido al hospital, donde se recuperaba de las primeras lesiones, las del Fumaxil, que lo engordasen bien. Que así lo cogerían bien gordo para hincharlo de guindas por dentro y después trincharlo, como a un pavo. Ahora, esposados y con una condena segura a sus espaldas, los 'llobos' no pudieron sostenerle la mirada a la viuda, vestida de pies a cabeza de luto riguroso en honor del alma del 'Pelleyu'. Todos los predadores, incluso los más feroces, tienen un talón de Aquiles... y el de los 'Llobos' era, ¡qué ironía!, el valor de afrontar cara a cara las consecuencias de sus actos.

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