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Cartel de 'El Gran Hotel Budapest'.
El hotel de los fantasmas

El hotel de los fantasmas

El ritmo es casi perfecto y el autor, que ha crecido hasta alcanzar el tamaño de un niño omnipotente, desplaza con precisión milimétrica las piezas de un diorama de proporciones gigantescas

JOSU EGUREN

Viernes, 13 de febrero 2015, 13:01

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Desde el primer fotograma de 'El Gran Hotel Budapest', Wes Anderson rememora una Europa evocada a través de la literatura de Stefan Zweig en la que se hospedan los fantasmas de Max Ophüls, Ernst Lubitsch, Egon Schiele o Lotte Reiniger, la aristocracia de la cultura continental precipitada en un matraz del que el director de 'Moonrise Kingdom' extrae gotas de una esencia con la que rocía todo el metraje de manera uniforme.

Poco se le puede reprochar a un director que ha perfeccionado el arte de la cita en un presente dominado por los homenajes desintegradores; lo ajeno se inserta en lo propio al compás de una armonía majestuosa, el ritmo es casi perfecto y el autor, que ha crecido hasta alcanzar el tamaño de un niño omnipotente, desplaza con precisión milimétrica las piezas de un diorama de proporciones gigantescas.

En 'El Gran Hotel Budapest' hay aventuras, amores de ida y vuelta, humor negro y vertigo follotinesco, pero también conciencia, y una sola objeción, porque Wes Anderson tal vez se equivocó al explicitar la influencia de Zweig cuando resulta obvio que la moral de su Zubrowka imaginaria es prácticamente idéntica a la que se forjó en la filmografía conjunta de Bohumil Hrabal y Jirí Menzel.

Cierto que la acción de Wes Anderson no puede reducirse a una simple suma (tal vez de afectos), y que su manejo del travelling, los zooms inesperados o el reencuadre expanden los límites de su universo de filigranas y diálogos afilados, pero en su camino hacia la perfección Anderson ha eliminado la incertidumbre, aflorando los primeros síntomas de fatiga de un estilo compulsivo que un vez hollada la cima parece agotarse.

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