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Fernando Viñuela.

«Estamos ante una joya aún muy barata para su correcta valoración»

Cocinero del restaurante sidrería El Veleru, en Cimadevilla

Luis Antonio Alías

Jueves, 25 de junio 2015, 00:44

Es usted cocinero joven y de escuela. ¿Le interesa la sardina?

Por supuesto y desde siempre. Trabajo en un restaurante del tradicional barrio pescador gijonés, que hacía del pan con sardina su alimento básico... ¡Cómo para no interesarme! Además, mucha gente las sigue pidiendo y disfrutando; se mueren por ellas pero temen cocinarlas en casa a causa del olor.

Si la comida entra también por el olfato, resulta raro que se quiera tanto a quien se acusa de hedionda.

Pero la sardina fresca, la recién frita o la recién asada huelen que glorifican, a mar, a ola, a rula;es el pescado que mejor define el aroma a pescado, el perfume esencial. El problema llega con su enorme fuerza y larga persistencia, dado que se cocinan un día y huelen un mes. Por eso la gente las prefiere de taberna cuando toca disfrutarlas por docenas. Naturalmente las otras mil maneras de prepararlas ahorran en su mayor parte este problema de la sartén, la plancha y en mucha menor medida el horno.

Revélenos algunas de sus otras mil maneras.

¿Dije mil?Me debo haber quedado corto. Un lomo de sardina lo admite prácticamente todo sin perder su impetuosa personalidad, su fe de presencia:el tomate, el jamón, el queso, el pisto base de las sardinas trechadas que hicieron historia en Cimadevilla, las patatas, los frutos secos, las ensaladas, las especias, la pasta, los encurtidos, incluso toques dulces de confitura y frutas. Para un cocinero, un lomo limpio ocupando el centro de un plato inspira una creación, quién sabe si una gran obra.

Denos algún consejo culinario importante sobre la protagonista que nos ocupa.

Las sardinas en el horno lo justo para que no pierdan tersura y jugos, que una sardina seca, un cocinero que peca, oí y comprobé toda mi vida. La sardina frita debe crujir, sin embargo una sardina al horno merece el mismo trato que la mejor lubina salvaje, al punto sonrosado. Como las familias y los amigos que se juntan para celebrar una sardinada suelen hacer la vista gorda, el lomo debe desprenderse aún con cierta dificultad, aún con pálpito, de la espina al pinzarlo y extraerlo manualmente. Esa es otra. Jamás nos permitiremos que un rodaballo o una merluza del pinchu nos deje con las manos pringosas, en cambio quien mantiene los dedos impolutos tras compartir varias docenas de sardinas, seguramente no les hizo demasiado honor.

¿Qué bebida aconseja para acompañarlas?

La sidra sirve: refresca y mejora su trágala. Ahora bien, un vino tinto joven por lo afrutado, y recio por la casta, redondea el placer de comerlas. Para mi eligiría un Toro o un Bierzo entre cosechero y crianza. Igual que ocurre con el bonito, el otro grande del verano, pienso que las uvas albariñas o verdejas flojean en este matrimonio. No obstante, las sardinas, igual que el queso, piden mucha bebida y siempre lo que con ellas se bebe mejora. Menos el agua.

Si en su consideración tratamos con un pescado comparable a por ejemplo la lubina, ¿por qué sigue ausente de muchos restaurantes de lujo o casi?

No, ausente no. Suele aparecer protagonizando preparaciones sofisticadas. Sí sigue ausente en sus formas tradicionales por el problema del olor al que nos hemos referido, y por el pringue, que ensucia las servilletas y los manteles hasta necesitar un largo remojo en lejía. Y también por el precio. Las materias primas económicas, a diferencia de la ropa o la electrónica, pueden superar numerosas veces en posibilidades y resultados a las caras, sin embargo su estima social sufre precisamente por lo asequible, virtud poco lucida. Ciertamente estamos ante una joya aún muy barata para su correcta valoración:no suena igual espuma de mero que espuma de sardina o pastel de cabracho que pastel de sardina. Pero que siga así, asequible, que barato apenas queda nada. Aunque más temprano que tarde tal vez ocurra lo mismo que con los oricios y pasaremos de la palada a la unidad. Entonces nos aumentará el deseo.

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