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Bautismo de fuego

Bautismo de fuego

La forma en la que los cocineros dan nombre a sus creaciones oscila entre la descripción más prosaica y la alta literatura. Arzak, Atxa, Aduriz, Dacosta o los hermanos Roca nos cuentan cómo lo hacen

guillermo elejabeitia

Jueves, 18 de mayo 2017, 17:33

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Hace años servíamos un plato al que llamamos Macaron de caza, que era un merengue de sangre relleno de foie. Podríamos haberle puesto literalmente Estructura aireada de sangre seca rellena de hígado atrofiado, pero ¿cómo se enfrenta uno a un plato así?». La anécdota, narrada por Andoni Luis Aduriz, ilustra muy bien la importancia de elegir bien las palabras cuando se trata de ponerle nombre a lo que sale de la mente de un cocinero. En el panorama de la alta gastronomía encontramos ejercicios literarios para todos los gustos, desde interminables descripciones de ingredientes y técnicas, hasta evocadores y crípticos haikus. Chefs, críticos e historiadores nos ayudan a desentrañar lo que hay detrás de las letras que dan nombre a los sabores.

La cuestión ha cambiado mucho a lo largo de la Historia. Palabras como marmitako, gazpacho o croqueta evocan al momento sabores anclados en el paladar. El habla popular está plagado de expresiones de autor anónimo que resumen con maestría y no pocas dosis de retranca el acervo culinario de un pueblo. Patatas a lo pobre, ropa vieja, olla podrida o brazo de gitano resultan indescifrables para el profano, pero sorprendentemente gráficas para quienes llevan saboreándolas toda la vida.

Un vistazo al manual de la Marquesa de Parabere depara jugosas sorpresas en cuanto a la intitulación antigua de la cocina más sofisticada, como un canapé de ostras con tocino llamado Ángeles a caballo, una ensalada a base de patata y trufa denominada Medio Luto o un solomillo relleno de foie y trufas que lleva el título de Príncipe de Gales. Además, «durante siglos a cualquier elaboración culinaria con aspiraciones se le daba un regusto afrancesado», explica la historiadora de la gastronomía Bee Wilson. Incluso clásicos de la cocina anglosajona como el roastbeef «aparecían en las cartas de los restaurantes elegantes de Oxford y Cambridge como Le roastbeef», apunta.

Hasta hace unas décadas el recetario de las casas de comidas estaba plagado de convenciones de dominio común pero que aportaban poca información sobre la sustancia de nombraban. Eran frecuentes denominaciones locales a la vizcaína, riojana, malagueña, normanda o parisién, por citar solo algunas y homenajes a personajes históricos, como el solomillo Strogonoff, la salsa Chateaubriand o los canelones Rossini. Como standards de jazz, podían interpretarse con algunas variaciones de ritmo y dinámica, pero al cocinero le quedaba poco más que el recurso al virtuosismo en la ejecución.

«Todas esas convenciones históricas saltaron por los aires con la llegada de la Nouvelle Couisine, cuando entra en escena la creatividad y surge la necesidad de dar nuevos nombres a los nuevos platos», explica el gastrónomo Philippe Regol. Ante ese problema, «hay dos opciones básicas: ponerle nombre o describir, que no son lo mismo», advierte el periodista y escritor argentino Martín Caparrós, autor de títulos como El hambre o Comí.

La tendencia imperante durante mucho tiempo fue detallar los ingredientes principales del plato, su origen y su técnica de elaboración en enunciados plagados de rocalla en los que el comensal terminaba por perderse. Uno de los mayores exponentes de ese barroquismo lingüístico es el francés Pierre Gagnaire. En su carta más reciente todavía se encuentran ejemplos como sus Canelones transparentes de champiñones frescos con sabor a vino blanco de la región del Jura, Fricassé y sopa aterciopelada de espárragos verdes de Les Alpilles. Esas descripciones largas «tenían sentido en una época en la que se dinamitaron las convenciones y empezábamos a ver combinaciones inesperadas. Ofrece un mejor servicio al comensal, que sabe al leer la carta exactamente lo que va a comer. Pero en parte es una lástima opina Caparrós por aquello de que en el nombre de la rosa está la rosa, y todo el Nilo en la palabra Nilo, como decía el célebre poema de Borges».

«Ciertas sensaciones gustativas solo pueden describirse con metáforas y las metáforas relacionadas con las sensaciones suelen estar emparentadas con el misticismo», escribía Anthony Burgess en 1982 en un artículo titulado precisamente El lenguaje de la comida. Y esa es la clave para Juan Mari Arzak, que por aquellos tiempos se encontraba revolucionando el panorama de la Nueva Cocina Vasca. ¿Cómo lo hace? «Nos sentamos Elena y yo en el laboratorio, vemos los ingredientes del plato y buscamos alguna metáfora que lo describa, que tenga algo de chispa para enganchar al comensal». Cristal de tocino y soplo de fresa, un plato que se ha mantenido en la carta varias temporadas, sería un buen ejemplo.

Conexión emocional

«Cuando cuesta encontrarle nombre a un plato hay muchas posibilidades de que éste sea creativo», decía Ferrán Adriá. El genio de El Bulli rompió moldes, también a la hora de bautizar sus creaciones. Su manera de asociar determinados platos a emociones, a veces de manera poética, otras irónica y siempre original, abrió un nuevo abanico de posibilidades. La evolución que ha seguido su carta permite dibujar las diferentes tendencias que conviven actualmente en los menús de los restaurantes.

Títulos como Deshielo o El mar crearon escuela. Dominique Crenn premiada el año pasado como la mejor cocinera del mundo es uno de los mayores exponentes de esta tendencia a nivel internacional. «Crear un plato es como pintar un cuadro, necesitas abrazar una visión artística, por eso mis títulos son más bien frases poéticas que buscan conectar emocionalmente con el comensal», explica. En su carta se leen cosas como El mar está en mí, tan salvaje y misterioso o Saboreando la blanca y lujosa almohada.

«Los nombres nos abren nuevas posibilidades mentales y educan el paladar, porque cada palabra va asociada a una emoción», explica Luis Castellanos, autor del libro La ciencia del lenguaje positivo. Un ejemplo. El pastel jugoso de chocolate, crema fría de leche, fondos dorados y pompas, humo y cacao al que Aduriz tituló Vanidad, en un homenaje no demasiado velado al ego que envuelve su profesión. El sabor sería el mismo, pero el plato se entendería de forma muy diferente de haberse enunciado como una mera descripción.

Eneko Atxa, por su parte, es partidario de «no dar demasiadas pistas. Puedes hacer un título muy descriptivo y desvelar todo lo que tiene el plato, con lo que pierde algo de magia, o ser muy evocador y generar unas expectativas que corres el riesgo de no poder cumplir», argumenta. Con los años, su carta se ha ido haciendo cada vez más lacónica, para «ir directamente al núcleo». Así, su célebre Huevo trufado cocinado a la inversa se ha quedado en simplemente Huevo trufado. «Y si el comensal quiere saber más, lo ideal es que pregunte a las personas que están en la sala».

«Al final he entendido que titularlo El bosque animado o simplemente Boletus no va a cambiar el sabor de mi plato», dice Quique Dacosta. Como él, la mayoría de cocineros con cierta trayectoria han transitado por las diferentes modas que rigen el lenguaje de su profesión. En casa de los Roca se observa muy bien esa evolución. Mientras que para Joan el nombre «es básicamente informativo, un detalle de los ingredientes, porque lo importante es que esté bueno y tenga sentido», para Jordi, el título es a veces el punto del que surge la creación del plato. «El reto puede ser materializar la idea de anarquía, un viaje a Cuba o incluso un gol de Messi», explica.

¿Existe el título ideal?

«Hoy en día es difícil determinar una tendencia definida, pues son varias las que cnviven incluso dentro de una misma carta», advierte Regol. «Se puede hablar de cocineros gongoristas, quevedianos o lopescos», bromea el escritor colombiano Héctor Abad, que participó en la última edición de Diálogos de Cocina precisamente con una ponencia titulada ¿Quién inventa las palabras?. Pol Contreras, asesor creativo, aboga por recuperar la vieja tradición de bautizar el plato con un nombre propio original, que no necesariamente aluda a sus ingredientes, y cita como ejemplo el pastel París-Brest, en honor a la mítica carrera ciclista celebrada en 1891. «Pero ojo, que es muy fácil caer en la cursilería», advierte.

Lo que está claro es que la fórmula perfecta no existe. Para Castellanos debería «transmitir lo que ha sentido el cocinero al crear el plato; emoción por el pasado, pasión por el presente y fascinación por el futuro». Abad va aún más allá y se atreve a acotar la métrica del título ideal, que debería ser «heptasílabo, octosílabo o endecasílabo, como la mayoría de los títulos exitosos de la literatura castellana». Y para Caparrós, el nombre «es un efecto más dentro del conjunto de sensaciones que un plato supone, junto al olor, el sabor o la presentación, y no ha de servir necesariamente para identificar lo que contiene». ¿Acaso necesitan explicarse el marmitako, el gazpacho o las croquetas?

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