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EL PLATO Y EL RELATO

Llevo mucho tiempo imaginando la escena en la que se sientan a la mesa dos de los tipos más importantes de la ‘cosa nostra’ (lo de comer y beber) para aclarar quién es el más gallo de la ciudad

BENJAMÍN LANA

Viernes, 13 de octubre 2017, 17:24

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Me refiero al plato y al relato. Antaño no había dudas. El señor plato y su familia –las tajadas, la salsa, los acompañamientos– dominaban el cotarro porque en torno a ellos se celebraban los sacramentos en familia, se agasajaba a las amantes y los amigos, se hacían negocios y se trataba de dirimir las diferencias irreconciliables antes de pasar al plomo. Los chicos tenían efectivo de sobra, pero para disfrutar no necesitaban arañas de cristal de Bohemia sobre su cabeza sino una buena salsa de tomate y albóndigas para los espagueti en su mesa de siempre o en una del Louis, donde se disfrutaba de la vida o, si se terciaba, se quitaba alguna.

Llevamos un tiempo en que el señor relato y la experiencia, es decir, lo que no se come, le cuestionan la primacía y el territorio. La decoración del local, las vajillas a medida, la coreografía en el servicio y todo lo que presuntamente clasifica para la liga de las estrellas puntúa más que el sabor. Y en esa tensión vivimos, entre restaurantes para ratones y restaurantes para princesas, como ya escribiera una vez. Entre casas donde lo importante es la comida, lo fascinante acontece en el interior del plato y sus alrededores –pan, copa, servilleta– y las que ofrecen una decoración sorprendente, gente guapa en las mesas colindantes y condumio carente de magia. En mi escena, uno de los dos señores sentados a la mesa pide permiso para ir al baño, busca un revólver escondido detrás de la cisterna y de vuelta liquida al otro.

Otras dimensiones

Leo estupefacto en una revista de profesionales de la restauración que la comida y el servicio «solo representan un pequeño porcentaje de lo que podemos llamar experiencia gastronómica» y casi me caigo de la silla. Según el sabio formador del que les hablo, el secreto no está en la pasta sino en las distintas dimensiones: la estética, la ambiental, la procedimental, la interpersonal, la informativa y la dimensión de los recuerdos. «La nueva dinámica de creación de valor –según dice– pasa por la sensibilización y la emocionalización de nuestro servicio». No digo que nada de esto –salvo el ‘palabro’– sea ilegítimo, pero apena ver lo poco que un tipo de hostelería confía en su elemento diferencial: el sentido del gusto y su capacidad para crear por sí misma emociones y recuerdos imborrables.

En un extremo de esta corriente de la experiencia estaba el Sublimation ibicenco de Paco Roncero –del que hablo de oídas– en el que a cambio de 1.500 euros nos daban de cenar veinte platos pero además nos hacían sentir en un océano con sonidos de ballenas y el plato de verduras descendía literalmente del techo. Ferrán, el maestro, era un prestidigitador que hacía magia con sus manos, pero los hay que para conseguir la ilusión necesitan un parque de atracciones. Probablemente la más refinada búsqueda de la experiencia total fue el Somni de los hermanos Roca, aquella fusión de la cocina con el canto, la poesía la filosofía, la cibernética y el cine en la que sentaban a la mesa a algunos de los más grandes genios de cada disciplina. La ópera total en la que se llamaba a escena a todos los sentidos a la vez, la gran locura irrepetible del ‘Pitu’. Eran otros tiempos.

La felicidad

Daniel Kahneman, uno de los pocos psicólogos que ha llegado a ser premio Nobel de Economía, explicaba que en el ser humano hay dos nociones de felicidad diferentes. Una está asociada al ‘Yo que experimenta’, la que se refiere a lo feliz que se siente una persona, y otra, al ‘Yo que recuerda’, mucho menos volátil, que se refiere a lo satisfecho que alguien se siente con su vida. Según Khaneman, nos preocupa más la historia de nuestra vida que la felicidad experimental porque la segunda es fugaz. No buscamos cosas increíbles sino recuerdos imborrables.

El péndulo de la vida suele cambiar de sentido y ahora percibimos una fuerza liberalizadora que supera el corsé, aunque sea moderno como el de Gaultier, y reivindica el plato. Crecen los bistrot sin ínfulas que dedican toda su energía a comprar, guisar y rustir, restaurantes de capital de provincia que cobran 45 euros aunque tengan una estrella, sitios sin somelier que ofrecen vinos sinceros. Supongo que es labor de todos contribuir a educar sensorialmente al personal para que un aroma emocione sin necesidad de gafas de realidad virtual, depositar un poco más de confianza en la magia de la cocina y añadir una pizca de filosofía zen, acorde a los aires orientales que tanto nos influyen. Ya saben, un poco más de compasión, austeridad y modestia.

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