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Baile mortal en Tremañes

Baile mortal en Tremañes

Crímenes de ayer en Asturias

PPLL

Domingo, 5 de julio 2015, 00:37

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Las mejores mozas de Gijón, lo decía hasta la prensa, bailaban cada domingo en los Campones, en el chigre del Nolguina, dejándose agarrar las carnes prietas y aceptando, de cuando en cuando, perderse entre los árboles que en 1911 aún se levantaban en un pueblo que hoy conocemos como polígono industrial. De aquellas «fiestas terpsicorianas», como definía románticamente EL COMERCIO aludiendo a la musa griega de la danza, surgieron parejas a cientos, e hijos y amores, pero el caso que hoy nos ocupa lo ocupó la muerte: la de un chiquillo de veintidós años que, aquella noche, tan sólo había querido celebrar la vida.

Se llamaba José Trabanco y su delito fue salir desarmado una época en la que las navajas y los revólveres llenaban cada bolsillo en los bailes, por si acaso se encontraba uno con jarana o quería crearla. Pero José no se imaginaba que fuera a necesitarlos aquel domingo tranquilo, dos de julio del once, en el que sus planes eran ir a ver salir el lujoso transatlántico Alfonso XIII al Musel y bailar con un par de mozas donde el Nolguina. Acompañado de Eulogio Alonso, compañero de fatigas y vecino desde la infancia de la familia Trabanco en el barrio tremañense de La Braña, llegaron tarde a ver el barco y, por tanto, pronto a los Campones. Por ser los primeros en llegar, tal vez, o por ser lo más apuestos, también, a José y a Eulogio iba a dárseles bien el día con las mozas del baile, y merendaron mucho y bien, y bailaron con varias, y rieron, y alguna, quizás la más pretendida, quizás la de más anchas caderas y más sonrojadas mejillas y ojos más negros, les guiñaría un ojo y les susurraría que les esperaba el domingo siguiente en el Nolguina.

Y aquellas faldas abrieron la espita. A las diez de la noche, cuando entre todos los que tomaban parte en el baile «había muchos mozos que se hallaban ya en estado de embriaguez», como aseguraba, en un artículo de grandes dimensiones, EL COMERCIO del martes cuatro, dos chavales de dieciocho años comenzaron a increpar a los amigos de La Braña. «Entre ellos», afirma el reportero, «habíanse suscitado algunas disidencias en el transcurso del baile por si uno bailaba con una joven y por si ésta favorecía con su correspondencia amorosa a uno antes que a otro». Los perjudicados, claro, habían sido los más jóvenes, habida cuenta de la tranquilidad con la que José y Eulogio apaciguaron las aguas y acabaron marchándose, satisfechos, a sus casas. Eran las once de la noche.

El hecho de que la pareja de amigos se cruzase, en el camino, con el hermano de uno de los ofendidos pretendientes, serviría de excusa para que los agresores, José Álvarez y Aurelio Rendueles, llamasen al orden de nuevo a los dos amigos. «Llevaban», dice EL COMERCIO, «el propósito de celebrar una nueva entrevista con sus adversarios, para pedirles explicaciones». «¿Por qué-y diste l'altu al mi hermanu?», espetó, en medio de la oscuridad, Aurelio Rendueles, la boina calada y un palillo moviéndose nervioso entre los labios amoratados por el vino malo de las tabernas. La cuestión de faldas ya no daba para más reyerta y había que buscar nuevas discrepancias para continuarla. «Yo», castellaniza el reportero, «no le di el alto a Mariano. Él habló con nosotros durante unos momentos y no ocurrió nada desagradable; ni ofensa por parte de él, ni ofensa por nuestra parte».

Envidiable prosa y aún más, porque cuando la riña creció y los agresores sacaron a reducir los plateados filos de sus navajas, Trabanco, de creer punto por punto al reportero, lanzó un speech exquisito: «Para hablar y aclarar nuestros asuntos, no se necesita sacar navajas. Todos nos entenderemos bien, sin apelar a eso (...) No estamos en condiciones de contestaros. No tenemos arma ninguna; ya veis nuestras manos (...) Sería conveniente que os retirarais...» No sirvió de nada. Ofendidos por la poca gana de gresca de sus rivales, Aurelio y álvarez se lanzaron sobre ellos, hojas en mano, en medio de la noche cerrada. Por ello, por no ver tres sobre un burro, Eulogio pensó que su compañero le seguía cuando consiguió zafarse de los envites de Alvarez. Llegaba ya a su casa, a una distancia lo suficientemente grande como para no oírlo, cuando Trabanco, tirado en el suelo y con su asaltante encima, esgrimiendo una navaja, gritó las que serían sus últimas palabras: «¡No me abandones, Eulogio!»

La puñalada que mató a José Trabanco fue sólo una, pero tan certera como brutal. Así lo certificaron, a las pocas horas, los forenses Valdés y Fernández Acebal, que apreciaron en el cuerpo de la víctima solo una herida, pero enorme: un tajazo de casi dos dedos de ancho, que había atravesado la pleura y el pulmón izquierdos, le había producido la muerte casi instantánea. No contentos con el resultado, los agresores se darían a la fuga a pedradas, produciéndole al ya casi cadáver una tremenda herida en la cabeza que, sin embargo, no hubiera sido necesaria. Trabanco caminaba ya por el túnel que lleva hacia el otro mundo, y ya lo había cruzado para cuando le encontró su madre, candil en mano y camisón puesto, horas después. María Fernández, que había echado en falta a su hijo en las primeras horas de la madrugada, saliendo en su búsqueda, rompió de dolor. «La infeliz», detalla EL COMERCIO, «volvió a su casa llorando amargamente entre Eulogio y su esposa, y llevando sus vestidos manchados con la sangre de su pobre hijo».

El día en el que los periódicos narraron la triste historia del joven Trabanco, una mujer se tiró al paso del tren en Tremañes, a muy pocos metros de la escena del crimen. En corro frente al destrozado cadáver, los vecinos aseguraban que aquella madre no había podido superar la pena de perder a su hijo de una manera tan cruel, tan repentina, tan prematura. Se equivocaban. Aquel cuerpo no era el de María -a la que aún quedaban muchas desgracias por vivir- sino el de una vecina que quiso poner fin a sus días, víctima como era de cierta enfermedad incurable. Días aciagos en La Braña.

EL COMERCIO. Así lo contó el diario decano de la prensa asturiana.

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