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La corrupción de las galletas

Imaginemos que hubiera una prueba para saber si un lindo bebé será de mayor un político trincón. Pues existe

jon uriarte

Jueves, 14 de junio 2018, 16:16

No llegaba a los ocho meses. Pero sus ojos ya guardaban pecado. Quizá fuera ese original que llevamos de serie. No me refiero al bíblico, sino al moral. Y por eso, aquel niño que aún no sabía hablar y apenas caminar, iniciaba sus pasos como corrupto un sábado corriente en un lugar cualquiera. Y, precisamente, por un puñado de galletas. Lo digo por un reciente estudio científico que aborda la capacidad que tiene el ser humano para pasarse al lado oscuro. Lo crean o no, hay quien es chorizo desde el día en que nace. O muy poco después.

El dato se lo debo, una vez más, al divulgador científico Jorge Alcalde y al excelente equipo que dirige en la revista 'QUO'. En su último número, la periodista Lorena Sánchez toca una tecla, cuando menos, polémica. ¿El corrupto nace o se hace? Según nos cuenta en su artículo, el Doctor Arber Tasimi del departamento de Psicología de la Universidad de Yale asegura que hay personas que vienen al mundo con «espíritu trincón» incorporado. Para ello se basa en una prueba que genera inquietud y una cierta desazón. Pero antes de llegar a ella, recordemos otros estudios sobre el bien y el mal. Como el que demostró, en su momento, que a los cuatro meses ya sabemos diferenciarlos.

La prueba era sencilla. Se colocaban unos bebés, de seis a diez meses y con cara angelical, ante un triángulo, un cuadrado y un círculo. El primero se esforzaba por subir una colina. Entonces el cuadrado intentaba impedirlo, mientras el círculo quería ayudarle. Terminada la escena se ofrecía al niño la oportunidad de quedarse con el cuadrado o con el círculo. ¿Y qué hacían? Elegían al círculo. Al bueno. Y no crean que era a causa de su geometría. Cambiados los papeles el resultado era el mismo. Preferían como juguete el objeto que mostraba una buena actitud. Hasta aquí todo bien. Como decía Manuel Summers 'Tó er mundo e güeno'. Pero entonces entra en juego algo llamado 'empatía'.

Imaginen una obra de títeres en la que hay tres marionetas. Una viste igual que el bebé y come las mismas galletas que él. Otra viste de forma diferente y prefiere otras galletas. Por último hay una tercera marioneta. En un momento dado, esta última agrede a las otras dos. Y aquí surge un detalle significativo. El bebé solo se enfada y protesta cuando la víctima es la que se parece a él. Lo que le pase a la otra le importa poco. Dicen los expertos que la razón hay que buscarla en la necesidad de formar parte de una tribu. Y lo asemejan a lo que sucede cuando un jugador de nuestro equipo sufre una falta o es un rival el afectado. No seré yo quien niegue esta reacción. Pero el niño con el que comenzaba la historia no buscaba, al menos en ese momento, complicidad o empatía, sino otra cosa. Trincar lo que no era suyo. Y además con cara de aquí no ha pasado nada. Lo que nos lleva a otro estudio. En este caso, con adultos.

Sigman, un referente en la neurociencia, hizo una sencilla prueba. Colocó a gente de diferentes edades ante un cubilete. Cada individuo debía tirar los dados, tapándolos con la mano, de manera que solo él o ella supiera lo que había salido. Cuanto más alta era la suma de los dados, más dinero ganaba. Así que podían mentir para llevarse una mayor cantidad. El resultado resultó demoledor. Casi todos falseaban la cifra. Y siempre, lógicamente, hacia arriba. Pero, como recuerda Sigman, ninguno dijo la cifra más alta posible, salvo cuando era cierta. Porque hasta cuando se roba, hay un cierto grado de pudor. Aunque también apuntan los psicólogos que cuando el corrupto traspasa cierto listón ya no conoce límites. Y dicho esto, regresamos al principio. Cuando éramos bebés. Porque la pregunta sigue en el aire. ¿Hay gente corrupta por naturaleza? ¿Y alguien que no lo sea?

El Doctor Tasimi decidió probar de nuevo con sus marionetas y volvió a llenar la Universidad de Yale de bebés. En este caso tenían un año. Y ante ellos apareció un escenario de marionetas. Una de ellas intenta, sin fortuna, abrir una caja transparente que contiene un muñeco en su interior. Aparece entonces otra marioneta y le ayuda a abrir la tapa. La siguiente escena es casi igual, pero con una diferencia. La segunda marioneta no solo no ayuda a la otra, sino que le impide abrir la caja. Terminada la obra la primera marioneta, la buena, ofrece una galleta al bebé. Y la mala le ofrece dos. ¿Qué sucede entonces?

En el 80% de las ocasiones el bebé, y probaron con muchos de esa edad, elegía la galleta de la buena y no caía en la tentación de pillar las dos que le ofrecía la mala. Pero el Doctor Tasimi, que es un puñetero, se hizo una pregunta clave. ¿Cuántas galletas debe darle la marioneta mala para que el bebé acepte su oferta y olvide sus principios? Para saberlo le fue ofreciendo cada vez más galletas. Y hay una cifra clave. Ocho. Ese es el número de galletas por el que los bebés pasaban al lado oscuro. Lo que nos demuestra algo demoledor. En el fondo, no se trata de si somos o no somos corruptos. Sino de por cuánto nos vendemos. Ahora entiende uno ciertas cosas. No es que a los políticos les gusten mucho las galletas. Sino que les ofrecen más que al resto. Si usted no es así, felicidades. Porque no es lo habitual. Un servidor está bastante pesimista en este aspecto. Hace unos meses encontré 50 euros en el suelo de un bar. Acababa de entrar y desconocía a quién se le habría podido caer. Tras comunicárselo al camarero y hacer entrega del billete, uno de los presentes juró y perjuró que era suyo. Se lo dieron. No se había guardado el dinero en el bolsillo cuando escuché a una pareja comentar. «Hay que ser gilipollas para devolver esos 50 euros, Si soy yo...».

Pensaba en ello cuando, hace unas semanas, olvidé en el Metro de Madrid un paquete. Era un regalo recién comprado. Tras dar el aviso, que fue al instante, me notificaron que ya no estaba en el vagón. Como mucho, solo habían tenido tiempo de hacer dos paradas. Y apenas llevaba media docena de viajeros. Pues bien. Uno de ellos lo robó. Vio el paquete y decidió que, más allá de lo que contuviera, merecía la pena quedarse con él. Añadiré que es un tramo que recorre la zona de mayor renta per cápita de España. Y que los presentes eran 'autóctonos'. Lo digo por aquello de que el malo, para algunos, siempre es 'el de fuera'. No hay excusas. Hay más chorizos que cuerdas para atarlos. Y seguro que, de pequeños, se vendían por menos de ocho míseras galletas.

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