Borrar
LONDRES. El suizo Fabian Cancellara (segundo por la izquierda) con el maillot amarillo que logró en la etapa prólogo. / EFE
El último cuento de Canterbury
Ciclismo

El último cuento de Canterbury

El australiano Robbie McEwen inscribió su nombre como ganador de la primera etapa, en tierras inglesas. Eduardo Gonzalo se estrelló contra la luna de un coche

J. GÓMEZ PEÑA

Lunes, 9 de julio 2007, 13:05

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Por el Tour, Londres hizo ayer un pacto con el tráfico. La capital dejó su asfalto libre para despedir a la Grande Boucle. Le abrió el camino por el jardín que lleva hasta Canterbury. Un jardín con espinas. Como la del kilómetro 67. La que se clavó en la garganta del catalán Eduardo Gonzalo (Agritubel), el primer retirado.

Eusebio Unzúe, director del Caisse d'Epargne, lo vio venir desde el espejo retrovisor. La desgracia es una cascada: delante pincha un ciclista de La Française des Jeux. Se detiene un coche con una tirita para su bici. Frena el de detrás. Dominó. El eco alcanza a Unzúe, que pisa. Pegamento. Sólo le queda mirar por el espejo. Por allí entra Gonzalo, que se había retrasado para cargar agua y viene a rebufo del coche. Explota la luneta trasera. Entra por la trastienda. Cristales rotos. Rojos. Precario deporte. Y escalofriante. Durante más de un minuto, el joven ciclista del Agritubel está clavado. Con la espina en el cuello. En el pecho aplastado. Conmocionado. Él y todos. Le sacuden. Vuelve al fin. Y se va: al hospital, a casa luego. Sin apenas acariciar el Tour. «Hasta los Alpes lo importante es sobrevivir», resume Unzúe. Ya fuera de la carrera, Gonzalo asiente: «He estado dos minutos sin respirar». Eso le han contado.

Canterbury es un lugar de peregrinaje. Desde hace casi un milenio. La meta era visitar la tumba del arzobispo Tomas Beckett, la catedral de Canterbury. Ese viaje inspiró los 'Cuentos de Canterbury', la primera gran novela británica. Ayer se reescribieron.

El cuento de Gonzalo fue el primero. De miedo. De alivio, al final. Luego se añadió el de otro peregrino, Íker Camaño. También se cayó. A 23 kilómetros de la catedral. Venía de un atasco anterior, el que había dejado atrás al luego vencedor, McEwen. La carretera era un túnel verde. Los árboles juntaban sus ramas sobre el asfalto. Las cunetas eran un seto, la valla del jardín. Una trampa decorada con isletas de flores. Cuchillas sobre el camino. Otro frenazo. Camaño se sube en la chepa del dorsal que le precede. Entre los dos cruzan un par de codazos. La adrenalina. Y siguen. Con ellos va ya McEwen, el que remonta.

Más sangre

En ese tramo las desgracias se reproducen por esporas: caen Zandio, Azanza, Portal, Chente, Moreni, Lancaster y el esprinter local, Cavendish. Nada grave. Sólo texto para el cuento que comenzó Gonzalo. En vía hacia Canterbury, ya sólo quedaba el último relato del día, el del esprint junto a la catedral. Lo cuenta Freire, sétimo al final: «Me he colocado bien, pero los de delante nos hemos frenado un poco y por detrás venían lanzados». En su grupo no se fiaron de la última curva. «Esta mañana, el forúnculo no me molestaba mucho». Freire llega mejor desde la desgracia. «Pensaba que era una buena jornada para mí». Le va mejor el pesimismo. Así ha cosido tres mundiales.

En el cuento del sprint colabora otro cántabro: Fran Ventoso, noveno en la meta. «Me he colocado bien cuando faltaban 500 metros y hasta que quedaban 300». Se sentía con pólvora para escribir. Pero ahí una duda le detuvo. El giro final tapaba la pancarta. Tenía que calibrar a ciegas. La mayoría paró y Hunter se precipitó. «Por detrás me ha tocado McEwen». El que venía. El velocista eterno que ayer ganó su duodécima etapa en la ronda francesa (igual que Erik Zabel). McEwen es el prototipo del ciclista nómada, australiano. Peregrino que conoce como nadie los caminos más espinosos del Tour. Él firmó el último cuento de Canterbury.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios