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Pilar Fernández camina por la carretera de Leitariegos seguida de Cristina, la única de sus cuatro hijos que se ha quedado a vivir en el alto.
Vida en las cumbres
Asturias

Vida en las cumbres

Los puertos de montaña asturianos sufren un despoblamiento ligado a las inclemencias del frío y la nieve. Tres familias narran su experiencia vital en Tarna, San Isidro y Leitariegos

PPLL

Lunes, 17 de diciembre 2007, 04:48

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En los puertos de montaña asturianos la vida humana empieza a ser un bien escaso. Allí donde años atrás se apretujaban una treintena de casas con sus chimeneas humeantes, apenas queda lumbre en media docena. Seis familias pueblan Leitariegos, tres San Isidro y una Tarna. La inclemencia del invierno a 1.500 metros de altura, cota de la mayoría de las cumbres de la región, va achicando poco a poco la actividad del hombre. Sin embargo, la nieve perpetua, el viento helado y el silencio -un silencio que cortan sólo el tintineo de las vacas y el rumor esporádico de algún coche- lejos de disuadir a estos últimos pobladores les atrapa en esta vida, bajo cero, que ellos describen como bella y plácida. «Esto es una auténtica maravilla: los amaneceres, los atardeceres, el último rayo de sol.. Y es para mí sola». Lo dice Amalia García, rodeada de la primera nevada del año y en manga corta, mientras agita los brazos al aire puro que la rodea.

TARNA (1.490)

Ramón Martínez y Amalia García

«Vienen de toda España a comer nuestra fabada»

En Tarna uno llega a dudar de que haya rastro humano. Tras la fuente de la Nalona, se dibuja un puñado de casas blancas, como la nieve, con las persianas bajadas. Hay que fijarse un poco y girar la vista a la izquierda para divisar un bloque anaranjado, con dos todoterrenos aparcados frente a él y un mastín acechante. Ningún letrero adorna al Hostal Tarna, que tiene bar, restaurante y 14 habitaciones. «No hace falta. Aquí el que viene repite», dice Ramón Fernández en directa alusión a la fabada de su mujer, Amalia García, a quien alude, irónico, como 'la patrona'. Pocos vehículos coronan Tarna en estas fechas, pero al cabo del año hay muchos fines de semana en los que se alinean frente al bar «matrículas de toda España». Los fogones de Amalia tienen cautivados, entre otros, al obispo de León y al delegado del Gobierno en Asturias, Antonio Trevín. «¿Pero qué tiene esta fabada?», preguntó en su última visita. «No sé qué rediós será», replicó Ramón. Cada año, asegura, compra en Argüero cerca de 3.000 kilos, «más que La Máquina», y no sobra uno.

Ramón y Amalia llevan casados cincuenta años. Él empezó trabajando de albañil y de minero. Y en su tiempo libre ascendía Tarna rumbo a Acevedo y Maraña. De tanto ir y venir surgió la idea de asentarse en el alto. Compraron una casa y la ampliaron. Llegaron entonces tiempos con 40 huéspedes, 18 jamones en una despensa siempre llena de garrafas de aceite, patatas, carne... Tiempos de la romería de la Nalona, del remonte de esquí a pleno funcionamiento, de las visitas de Chus Valgrande y de las grandes nevadas que dejaban un goteo constante de inquilinos. Pero aquello ya es historia.

Hoy, las habitaciones del Hostal Tarna sólo se utilizan para gente apurada. La última vez, hace dos semanas, cuando un sexagenario quedó atrapado con su coche en el vecino puerto de Las Señales y debió caminar tres kilómetros sobre la nieve hasta dar con el último foco de vida del alto de Tarna. «A veces me siento Santa Teresa de Calcuta; que si una habitación, que si una pala, algo de comida...». A su edad, 76 y 73 años, el matrimonio se contenta con atender el bar de martes a domingo, ayudado de sus dos hijas y un yerno. No tienen margen para el aburrimiento. Salen de caza en familia -ahora van al jabalí-, bajan a Sama a la compra, atienden a la clientela, cortan leña... «Esto es una maravilla y no lo cambio por nada. Mira cómo se respira», resalta la 'patrona'. Ramón asiente, pero reconoce al tiempo que su ritmo de trabajo ya no puede ser el de antes.

«Un día no pudo con la pota de les fabes y le propuse ir a un balneario a Ledesma. Primero no quería, pero le amenacé con irme yo con una negra. Y se puso a hacer la maleta», narra Ramón con socarronería. Amalia, puro garbo, mejoró con las aguas termales y está dispuesta a repetir el próximo año. Aunque ya no se enfrente a los -27 grados que registró el alto de Tarna hace treinta años, las nevadas más fuertes y los viajeros poco previsores no tardarán en llegar.

SAN ISIDRO (1.520)

Iván Piñeiro

«Si quiero gente en una hora estoy en Oviedo»

El nombre despista un tanto: Urbanización La Raya. Y su enclave, entre dos estaciones de esquí, una asturiana y otra leonesa, un tanto más. Con estos datos, la vista de unas setenta casas alineadas a la derecha del alto de San Isidro invita a pensar en una fiesta continua. Pero ese ambiente ligado al ocio se ciñe al fin de semana. Cada lunes quedan sólo tres habitadas: la familia que explota el bar La Braña, un informático gijonés y los Piñeiro. Nadie más. Su soledad, dicen, es «a tiempo parcial» y esa circunstancia les hace disfrutar de ella especialmente.

Iván Piñeiro tiene 35 años, trabaja en el equipo de mantenimiento de la estación de esquí de San Isidro, una tarea que le mantiene ocupado unos ocho o nueve meses por temporada -«antes y después del esquí hay mucho que hacer», apunta-, y completa su esquema laboral como monitor de tiempo libre en verano. No se aburre en absoluto, asegura. «Cuando llegas a casa acabas de estar con mucha gente, así que agradeces esta tranquilidad», apunta. Y si algún día estás especialmente sociable, la solución es fácil: «Coges el coche y en una hora estás en Oviedo», añade.

Iván describe su vida sentado en una confortable habitación forrada de pino finlandés (con el que está hecha toda la casa). Él vive en el piso de abajo y sus padres en el de arriba. Una escalera interior los comunica, pero cada uno tiene su entrada. El ambiente inspira paz. Una buena calefacción, el televisor a bajo volumen y un perro, Nico, que entra y sale de casa manejando las puertas con sus patas delanteras. Los Piñeiro están rodeados de nieve y necesitan raquetas para desplazarse por la urbanización, pero eso forma ya parte de su rutina.

Pese a llegar a -17 grados en el más crudo invierno, Iván asegura que «en Gijón hay más humedad». Y en verano, destaca, el sol está más garantizado frente a las brumas que invaden a veces el lecho del valle. Para él, vivir a 1.520 metros tiene numerosas ventajas; algunas tan peculiares como la basura. «Nunca tiro nada comestible al cubo; lo arrojo a la calle y al día siguiente no queda ni rastro», explica. Lobos, zorros y jabalís 'cenan' habitualmente en los contenedores de La Raya y cuando él sale a trabajar al amanecer no extraña ya toparse con alguno. También destaca la ausencia de conflictos vecinales, la posibilidad de llegar a las tres de la mañana y poner música sin molestar a nadie. Y un aire puro «que no encuentras en otra parte».

Salvo la falta de internet y algunos días de otoño especialmente lluviosos, Iván Piñeiro no ha lamentado nunca la decisión de sus padres de trasladarse de Corigos de Aller a San Isidro, primero a una cabaña que habitaban los fines de semana, luego al bar La Raya, que explotaron diez años, y finalmente a su bonita casa de madera. No parece fácil seducir a los Piñeiro con una alternativa urbana que les brinde mejor calidad de vida.

LEITARIEGOS (1.526)

Pilar Fernández

«Vivo muy tranquila en mi casa; me gusta esta paz»

Pilar Fernández nació en Madrid. Cuando contaba 3 años, su familia retornó a Cangas del Narcea. Se casó joven y partió con su marido rumbo a Guinea Ecuatorial para dedicarse al cultivo del cacao. Allí pasaron doce buenos años, hasta que Francisco Macías Ngema proclamó la independencia del país africano en 1968. Debieron hacer las maletas y sólo se plantearon una opción: Leitariegos. El matrimonio había comprado una casa en el alto con vistas a sus vacaciones y allí se fueron con sus cuatro hijos.

Cuarenta años después, ya viuda, Pilar recuerda el largo tiempo vivido sin agua corriente y con permanentes caídas de la luz asociadas a las nevadas. El pilón situado frente a su casa quedaba cubierto por varios metros de nieve -que llegaba hasta la veleta de la capilla- y los niños debían excavar un túnel para llegar al agua potable. De aquella, Leitariegos llegó a estar incomunicado durante 35 días.

Contra aquel frío luchaban con leña y carbón. Y contra el de ahora, unos ocho grados bajo cero de mínima, han incorporado radiadores. En ese capítulo de mejoras, poco ha evolucionado la tecnología en el pueblo habitado más alto de Asturias, pues en Leitariegos siguen sin escuchar la radio y sólo pueden ver el primer canal de TVE gracias a un repetidor de Galicia. Ese es el mayor lamento de Pilar, quien, a sus 70 años, apenas sale a la calle, aquejada de reuma y de artrosis como está. Pero no se queja de esta reclusión voluntaria; al contrario. «Vivo muy tranquila en casa. Me gusta esta paz. Afuera hay mucha nieve y hielo y tengo miedo a caer y quedarme en una silla de ruedas», confiesa.

De sus cuatro hijos, dos viven en Madrid y otra en León. Sólo Cristina se ha quedado y a ella -y al yerno- ha cedido gustosa las riendas de la casa. También la ganadería, que asciende ya a cien cabezas «por supuesto de carne, porque aquí leche no daría ni una gota». Pilar colabora en la medida de sus posibilidades. Mientras vivió su marido, atendieron un pequeño bar, cuidaron de las vacas y criaron a sus cuatro hijos. Ella enviudó hace diez años y poco después dejaron el negocio hostelero. «Creo que ya trabajé bastante», sostiene.

Madrid, Cangas del Narcea, Guinea Ecuatorial y Leitariegos. Para Pilar, este singular ciclo está cumplido. Cuando hay una celebración familiar en la capital acude dos días a regañadientes y enseguida pide a su hija que la traiga de vuelta a casa.

Seis hogares quedan habitados en Leitariegos. La proximidad de la estación de esquí, a apenas 500 metros, en suelo leonés, no ha frenado el despoblamiento. Un bar queda abierto. Y ahora, se comenta, van a reabrir el restaurante Los Arrieros, lo que puede animar algo el ambiente. Pero este repunte de la actividad hostelera no lleva parejo otro de la natalidad.

Jesús y Christian, los dos hijos de Cristina, de 11 y 5 años, son los únicos niños de Leitariegos. Ella los lleva al colegio a diario hasta Caboalles, a 10 kilómetros en dirección a Villablino. Pero al regresar han de jugar siempre solos, bajo el cielo azul de Cangas del Narcea, en la eterna compañía de la nieve. TEXTO Y FOTOS: ADRIÁN AUSÍN / CASO / ALLER / CANGAS DEL NARCEA

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