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Cultura

Una carta a Cortázar

No, no encontraríamos a la Maga, querido Julio, pues estaba en cada esquina de aquella adolescencia nuestra, tan arrebatada, que un día traía ásperos verbos irregulares

PPLL

Domingo, 23 de marzo 2008, 03:48

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(que había que aprender a conjugar) y al otro nos llegaba una llamada sorda y antigua, que tenía mucha más edad que nuestros desasosegados dieciséis años, pidiendo cuentas; a veces todo sucedía en el mismo momento y éramos capaces de mezclar Roma con Santiago, la voz desgarrada de Janis Joplin con los razonamientos fríamente luminosos de Bertrand Russell, el ajedrez de los días con las batallas de amor, campos de plumas; no era fácil ver a la Maga con tanta distracción, tanta llamada desde dentro de uno mismo, o igual sí: Goyo se había aprendido el capítulo 54 de tu Rayuela, Aurelio subrayaba paciente cada adjetivo donde la luz se reflejaba en tus novelas. Carlos se reía de nosotros y decía que prefería, con mucho, el Libro de Manuel; yo, pedante, argüía que se te veía el truco y que aquellos conejos que salían de tu chistera eran volutas de azar pensativo, ese zar que los bolcheviques del tiempo acabarían llevando al paredón sin dejar ni siquiera, y mira que es poco y desolado, una Anastasia de duda. En un colegio de curas, aislado en el Naranco, soñábamos con las calles de París e intuíamos la magnitud de nuestro exilio.

Te amaba odiándote, Julio Cortázar, te amodiaba mientras te retorcías en tus palabras hacia un centro que cercaba otro laberinto de palabras, éstas sí, esclarecedoras (pero había otro centro, otra indagación). No era la dificultad de tus prosas, ni el salto saltimbanqui de tu pensamiento, que convertía un paraguas en la alegoría de la melancolía, o la plantilla aquella -que descubrí por entonces- de encajar cada suceso como si fuese una estrofa atrofiada en una melodía bee bop; yo recorría las galerías de tu alma oscura encontrándome a mí mismo y eso dolía, Julio, dolía.

Después nos fuimos -los dieciséis ya eran dieciocho- cada uno a su sueño. Atrás quedaban los pasillos del colegio, sus galpones de hastío, sus golfos de sombra donde el licor de lo imprevisto, mira tú, era ya recién tragado vinagre añejo; nos fuimos y poco supimos de nosotros no siendo aquella tenaz melancolía de encontrar en la vida algo de lo soñado por entonces. Tú reaparecías cuando te daba la gana, sin buscarte, por sorpresa: medio escondido, muy educado, saludabas entre las sábanas de aquel amanecer de 1986, yo al borde del vértigo y ella con una camiseta azul, manchada de café, señalándome las vías del tren que se veían desde su casa.

-¿Has leído a Cortázar? -me preguntaba ella.

Me admiraban tus traducciones de Edgar Allan Poe, tan bien reescritas. Expliqué que una y otra vez jugábamos tú y yo al escondite como en aquel poema de Vallejo. Le dije muy serio, y algo triste, que te había leído y que tu truco, temía, era trampa en la que podía caer sin posibilidad de salir nunca. Algo así como la semiótica o las recetas mal digeridas para hacer sextinas o esos libros de viaje, tan detallados e inexactos, que te impiden ver la ciudad que habrías visto de no haberlos leído. Hay escritores fértiles como Borges, escritores que nos proponen salidas como Cioran: pero tú, amigo mío, sólo proponías entradas al laberinto. ¿Recuerdas lo escrito, lo vivido?: «Puesto que soy solamente este cuerpo ya podrido en un punto cualquiera del tiempo futuro, estos huesos que escriben anacrónicamente, siento que ese cuerpo está reclamándose, reclamándole a su conciencia esa operación todavía inconcebible por la que dejaría de ser podredumbre».

Te robé un viso de azul sonoro, una sombra huidiza de la rue Ménilmontant que se me quedó confundida con el color de los bosques de mi infancia en noviembre. Aparecías sin buscarte y yo te rehuía sin conseguirlo del todo pues tu luz no se apagaba en la noche de mis ojos. Le gustabas a las chicas Julio, le gustabas mucho a las chicas. Algo entienden de ti que yo no llego a acertar y a ver quién resuelve ese enigma de la ternura de una mirada que mira lejos. Julio: te debo algo que no podré pagarte, mi deuda es inmensa contigo. Hay escritores que nos guían de la mano; hay otros, como tú, que te dicen que estás sólo y que pueden compartir contigo si quieres, acaso, un lapso de fugaz compañía. Tú me dijiste: «Tuya es la capacidad de desentrañar; ahora dime qué hay por debajo de las palabras con las que describimos a dos amantes que se agachan para acariciar un gato en cualquier patio del Barrio Latino». Yo me iba muy lejos, hacia mí mismo, y reaparecías cordial, saludando al viejo amigo a quien no le era penoso ceder a la melancolía. Tus cuentos, una y otra vez leídos, releídos también en malas copias de imitadores, se me convertían poco a poco en símbolo descifrable. Volvía a ti, claro, pues tu insistencia asomaba en la mesita de tantas sombras cautivas por el instante, presas por el deseo de una noche; la sonrisa del mundo tras la nube blanca de un galois.

Aquella noche hacía menos frío junto al Sena que en las calles. Yo me asomé al puente de Mirabeau y recordé el poema de Apollinaire, que a ti tanto te habrá gustado: «Sous le pont Mirabeau coule la Seine / Et nos amours / Faut-il qu'il m'en souvienne / La joie venait toujours après la peine...». Bueno, no siempre es así, ¿verdad? Pero qué bien le sienta la melancolía a la canción.

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