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RECUERDOS. Un aldeano pasea por las calles de uno de los pueblos de Somiedo que visitó el autor. / JUAN CARLOS ROMÁN
El secreto de las flores azules
Cultura

El secreto de las flores azules

Sucedió hace ya mucho tiempo. Tendría yo 19 o 20 años y la primavera, delicada, había puesto, sobre las ramas aún desnudas, sus manos encendidas haciendo brotar hojas tímidas,

POR XUAN BELLO

Domingo, 4 de mayo 2008, 03:01

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calas e iris salvajes en las orillas de los regueros oscuros. Íbamos hacia Somiedu, sin saber muy bien dónde dormiríamos, dónde hallaríamos posada; Fernando Largo y Belén Martínez, en los asientos delanteros del coche --Fernando conduciendo y Belén dictaminando sobre la revolución sandinista en Nicaragua- escuchaban de vez en cuando la consecuencia verbal de mis impresiones de aquel valle paralelo al de mi infancia y que yo, sentimental, les iba describiendo. Atendían pero, naturalmente, iban a lo suyo. Aún hoy me cuesta definir, pues es un pozo inagotable, las sensaciones que me produce sobre un otero una casa con su chimenea humeante, al atardecer descubierta en el reflejo del retrovisor. Junto a la casa, claro está, hay un hórreo, y dentro de ella, abrigándose bajo un áspero cobertor, una memoria que ha decidido, mientras el lar se consume, apagarse definitivamente. Yo había conocido en Andrín, que me presentó Juan Carlos Villaverde Amieva, a Nicolás Müller, el excelente fotógrafo húngaro. Müller nos había hablado de los «descubridores de aldeas», un grupo de poetas, musicólogos, etnógrafos y fotógrafos que allá por la década de los 30 del pasado siglo XX habían liado el petate y se habían puesto, ahí es nada, a descubrir la esencia de Hungría. Convencí a mis dos amigos a recorrer, en aquella primavera de mi juventud, alguno de los pasadizos de ese laberinto que se llama Asturias y que tantas sorpresas guarda. Fernando, como se sabe, es uno de los mejores músicos que Asturias ha dado. Ya por aquel entonces había grabado su primer disco con Beleño, en el que él hacía de arpista, y estaba secretamente convencido de que si tocaba bien su instrumento los regueros y los ríos de Asturias se detendrían, reverentes, a escucharlo. También yo cultivaba alguna ambición en este sentido. Escribía, por aquel entonces, los versos del 'Llibru de les cenices' y estaba convencido de que si la patria estuviese en peligro bastaría con cuatro o cinco libros bien escritos para salvarla. Además, con el ofuscamiento propio de la edad, andaba yo enamoriscado de Belén, a la que llamábamos Belén Gadafi en la facultad por su predisposición a colaborar en todas las batallas, más o menos ficticias, que la extrema izquierda proponía. Lo confieso: me faltó no sé si valor u oportunidad para irme de voluntario a la revolución sandinista; quién sabe: tal vez ahora estaría colocado en una ONG riéndome de aquel verso, «Cuánto ardor por ser puros», que apunté en la esquina de un cuaderno.

Nos íbamos, siguiendo el consejo de Müller, a descubrir aldeas. Yo propuse como destino Somiedu porque había leído a A. E. Housman. El poeta inglés había centrado toda su obra en una región, la más occidental de Inglaterra, conocida en los mapas por el impronunciable, para una garganta románica, Shropshire; el occidente más puro que yo conocía era mi Tinéu natal, así que decidí que el sur profundo, Ayer o Somiedu, habría de ser el lugar de nuestras investigaciones. Yo amaba a Belén, ya lo he dicho, pero Belén amaba a Fernando y eso no tenía arreglo; daba igual, en realidad: el mundo florecía y el silencio construía en nosotros amplios palacios de luz. ¿Quién no se apunta al viaje hacia el nacimiento de una fuente? Allí, creo yo, comenzaron a brotar estas palabras que hoy, a trancas y barrancas, voy siendo.

Nos dieron habitación en la Pousada del Outeiru, en El Val.le. Fernando y Belén, Belén y Fernando, se fueron a su complicidad dejándome solo en la taberna. Yo hablaba con todo el mundo, flanqueado por mi timidez, apuntando en mi cuaderno el vértigo de mi desasosiego. Por aquel entonces, en realidad, quería ser pintor pero no lo sabía: un pintor de palabras, es cierto, y en la palabra 'nueite', pongo por acaso, yo descubría alargándose en el suave diptongo los matices cromáticos de un verso de Rimbaud. Propendía, un poco perdido, a la abstracción: aquella singularidad mía quería convertirse a veces en luz, a veces en árbol. A veces, también, en árbol iluminado por la luz de una conciencia que, advertía, era anterior a mí mismo y al mundo que conocía. No sé si ustedes conocerán una mejor definición del entusiasmo.

Pedí un café y me lo pusieron. Junto a mi mesa, con un fardel de cuero repujado, un señor, con bigotito de entreguerras, se afanaba sobre un plato de costillas de cerdo con mucho ajo. Cuando llegó la hora de la sobremesa, pidió un «clin de aguardiente» y me miró. Tal vez yo, venía a decir con aquella mirada, estaba dispuesto a compartir con él licor y conversación. Acepté, pues quien no puede hablar de lo que le remuerde, o no sabe, ha de escuchar buscando lección y sosiego, y se me presentó el buen señor, muy amigo y exquisito, en portugués. Era Manuel Fonseca Silveira, de un pueblo que no recuerdo de Tras-Os-Montes, y todas las albas primas de la primavera venía por aquel puerto a buscar unas flores azules, muy difíciles de encontrar, que le venían muy bien para el dolor de regla a las señoritas de Castelo Branco, allá al sur del Duero donde Manuel, según me confesó, tenía negocio y le esperaban. Aquellas flores, de las que me mostró un puñado más o menos así, tenían además la virtud de hacer soñar buenos sueños y dilatar unos segundos, elegantemente, los delicados orificios de la nariz de las preñadas. Yo le pregunté, claro, que cómo venía a buscar tan lejos aquellas flores y Manuel Fonseca Silveira me dijo que se buscaba donde hay y donde se encuentra, lo que me pareció muy propio, y añadió:

-Já vinha meu trasavó a por elas quando o mundo tinha uma cor apenas.

«Ya venía mi tatarabuelo a por ellas cuando el mundo tenía sólo un color». Yo le pregunté que color era ése, si sería el del olvido o el de la lluvia acaso, y él se rió un poco, apurando el aguardiente. Respondió:

-Uma cor que não tem cor, mas que tem corido o coração -dijo.

«Un color que no tiene color, pero que tiene coloreado el corazón»; le dije que hacía muchos años un tal señor Rimbaud, por la frontera de Bélgica, había tenido la misma intuición. Se interesó mucho por la cosa: seguro que por allí se recogían flores azules a manegadas.

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