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EL BALCÓN. David Barral y Manolo Preciado, en el Ayuntamiento, con Manuel Vega-Arango saludando y Emilio de Dios con una botella de sidra para el brindis. / PALOMA UCHA
La ciudad de la alegría
Sporting

La ciudad de la alegría

El escritor gijonés narra para EL COMERCIO su visión del histórico partido en el que el Sporting logró el ascenso a Primera División

RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

Lunes, 16 de junio 2008, 04:42

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Desde hace una década el sufrido sportinguismo venía siendo convocado a cada inicio de temporada en las gradas de El Molinón con un ejemplar de Grandes esperanzas, de Charles Dickens, bajo el brazo. Confiados en disfrutar de un rato placentero de lectura, sin embargo, al acabar el año, indefectiblemente nos tocaba leer Una pena en observación, de C.S. Lewis, Si te dicen que caí, de Juan Marsé, o, incluso peor, Humillados y ofendidos, de Fedor Dostoievski. Pero esta vez, cuatrocientos y pico partidos después de bajar a Segunda una funesta tarde contra el Mérida, nos hemos ido a la cama con la sonrisa en la cara para leer de un tirón La ciudad de la alegría, de Dominique Lapierre.

El guionista que rubricó el desenlace de la jornada futbolística de ayer domingo sabía muy bien con quién se jugaba los garbanzos. No sólo el Sporting volvió a su espacio natural, ese que han pisado en las últimas décadas desde Joaquín y Jiménez a Luis Enrique y Abelardo, pasando por Ablanedo, Manjarín, Iván Iglesias, Tomás o Juanele, sino que el filial subió por la mañana a la categoría de bronce, el Villano, la Real Sociedad, se quedó en el pozo amargo, el Amigo Noble, el Málaga, se vino con nosotros, y el Buen Samaritano, el Alavés, se salvó ganando en Balaídos. Huelga decir que el fantasma del Caravaca fue también convocado gustosamente desde los graderíos Sur, Norte, Este y Oeste del viejo municipal gijonés, que quizá por última vez mostró ayer sus muchas e inquietantes heridas.

No hubo lugar para el suspense de pasadas ocasiones. Los amagos de histeria, el crujir de dientes y la fea dentadura del miedo tuvieron su momento la pasada semana en los campos de Castalia y Mendizorroza. La tarde fue plácida con el Sporting: el árbitro fue un estupendo amigo a quien esperamos reencontrar el año que viene en la Liga de las Estrellas, el Eibar, un equipín de poca monta que deseamos luzca durante muchos años su fútbol por los Ipurúa de este mundo, y con dos detalles de Míchel, el pundonor de Matabuena, la inteligencia de Bilic, la veteranía de Sastre y la pierna derecha de Luis Morán hubo más que suficiente para dar la vuelta al ruedo.

Ni siquiera el cameo de Edwin Congo, que Dios sabe a qué lumbrera se le ocurrió que saliera a la pradera durante los prolegómenos del partido, fastidió la tarde a la fiel hinchada, que el fútbol, como el amor, no atiende a traiciones, y el corazón del Sporting tiene dueños nuevos hace tiempo, entre ellos, cómo no, Manolo Preciado, a quien este equipo debe ahora mimar como se merece, y otros que vivirán para siempre en esta víscera ya centenaria: el más grande, por descontado, el del Brujo, don Enrique Castro, que ayer, por enésima vez, pudo sentir en carne propia el más incondicional de los afectos: el de su afición.

De regreso a casa, tras pasear por un Muro de San Lorenzo en el que los jubilados de la ruta del colesterol y los mozalbetes imberbes confraternizaban entre el estruendo de un tráfico festivo y feliz, al pasar por la atestada fuente de Begoña me encontré con un viejo y querido amigo de infancia, Javier Tagarro, con quien disfruté del Sporting cuando tumbábamos al Milan de Gullit, Rijkaard o Van Basten y le mojábamos la oreja a la Quinta del Buitre y al Barça de los Archibald y compañía, y con quien sufrí con dignidad y estoicismo una intensa década de purgatorio. Sus dos hijos, Darío y Paz, iban ayer vestidos con la antigua y añorada indumentaria del Sporting, el crío con el 9 de Quini a la espalda, la nena con el 7 de Abel. Desde ayer, los dos pequeños de mi amigo podrán decir, a quien quiera escucharles, que el equipo de su padre vuelve a estar en el lugar del que nunca querríamos que se fuera, ese territorio invisible pero imperecedero que en los mapas de la emoción llaman la ciudad de la alegría.

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