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Una vista general de la planta, con los decantadores en primer plano y, al fondo, los edificios. cerrados para atrapar el olor.
3,25 millones de metros cúbicos de vida

3,25 millones de metros cúbicos de vida

La ampliada planta de tratamiento de aguas residuales estrena un sistema vivo para eliminar los efluvios que crea su funcionamiento

GONZALO DÍAZ-RUBÍN

Lunes, 20 de febrero 2017, 00:44

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El olor, dice la Wikipedia que todo lo sabe, «es la sensación resultante de la recepción de un estímulo por el sistema sensorial olfativo». Es también, y eso no lo dice la enciclopedia de internet, la comida diaria de millones de bacterias patentadas y secretas, que se alimentan de los efluvios que produce el funcionamiento de la depuradora de San Claudio. Y la planta no para. Otras bacterias y microorganismos, las que forman el fango biológico que se comen el nitrógeno y el fósforo, principales contaminantes de las aguas residuales urbanas como las que trata de la depuradora de San Claudio, llevan un ciclo lento y constante que les ha llevado a sumar 3,25 millones de metros cúbicos, el 40% del embalse de Los Alfilorios, de sedimentos en el decantador secundario, esos estanques circulares de hormigón que todos asociamos con las plantas de tratamiento de agua. Eso no quiere decir que ese lodo sea residuo, ese fango es vida y vuelve, en su mayoría, a inyectarse para continuar el tratamiento biológico del agua. Tan solo unos 70.000 metros cúbicos han sido desechados, centrifugados, secados y transportados a Cogersa para convertirse en compost, desde abril del año pasado cuando entró en servicio.

Y ahí, en el traslado de los fangos, está el principal problema que se ha encontrado la planta con su recién estrenado, el año pasado, sistema de desodorización biológico avanzada. A la hora de cargar los camiones en un ambiente cerrado para evitar que los olores salgan y se dispersen, «se alcanzan niveles altísimos y peligrosos», explica Isabel Fanjul, jefa de explotación de la depuradora. La solución es cargar con el conductor fuera y luego esperar a que el sistema de desodorización se coma los compuestos peligrosos y malolientes.

El sistema es secreto y patentado. De él nada se sabe, salvo que funciona mejor y es más barato de gestionar que uno químico. «En un sistema de desodorización química solo eliminas los compuestos solubles, pero te quedan los volátiles o los terpenos», explica la ingeniera de Acuaes (Aguas de las Cuencas de España, sociedad del Ministerio de Medio Ambiente) Vanesa Mateo. Por entendernos, hidrocarburos y otros compuestos orgánicos responsables, por ejemplo, del olor acre del aguarrás, del aroma de las flores o, en una depuradora, de que huela a materia en descomposición.

Esas grandes moléculas, con 5, 10, 15 o 30 átomos de carbono, se las comen una serie de microorganismos «seleccionados entre más de 50 tipos distintos de cepas del Biotechnological Institute en Kölding (Dinamarca)». Eso es todo lo que dice la ficha técnica de la empresa Sistemas y Tecnologías Ambientales, que se encargó de su instalación y ahora de su mantenimiento. Y todo lo que han podido averiguar las responsables de estación depuradora de él: «Hemos tratado de rascarlas para verlas al microscopio, pero nada», reconoce su curiosidad Isabel Fanjul, jefa de explotación de la depuradora.

Lo que ha tratado de rascar son unos gránulos marrones, del tamaño de una alubia negra, en «los que están impregnadas las bacterias». Cubren todo el suelo de un cubo de hormigón, iluminado por un único lucernario, en el que, humedecidas regularmente con un sistema de riego, los microorganismos misteriosos y daneses se van comiendo todos los compuestos aromáticos. En el interior, apenas se percibe un ligero olor a tierra mojada por la lluvia. Están colocados sobre una rejilla y «desde abajo les inyectamos el aire», explica Mateo.

Mover el aire

El aire, el aire maloliente y, en muchos casos tóxico, es la otra pata del sistema. «Tiene que tener la suficiente carga de olores, de compuestos, para que no les falte comida; pero que tampoco sea excesiva y las pueda matar», enuncia. Eso se logra discriminando. «Lo ideal es crear un medio estable», dice la ingeniera. Ello excluye de la dieta de las bacterias a los sistemas que funcionan solo de manera puntual o con escasa carga de olores. Los pozos de tormentas, cerrados para que no se escapen los efluvios, cuentan, con sus propios filtros de carbón. El tratamiento primario, el que separa los sólidos -grasas, arenas y detritos-, del agua residual, sin embargo, está ahora encerrado dentro de un luminoso edificio. Un grupo de toberas hace circular el aire hacia las rejillas de extracción para llevar la comida a las bacterias.

La mayor diferencia se aprecia en el secado de lodos. Antes de las obras, la altísima concentración de sulfídrico, ese ácido venenoso y con olor a huevos podridos, obligaban a mantener abierta la puerta del edificio donde las centrifugadoras extraen el agua del lodo. El olor lo padecían los vecinos. Ahora el edificio tiene que estar cerrado para garantizar el flujo de comida que necesita el filtro biológico. Casi no huele. Es un misterio patentado.

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