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P. A. Marín Estrada
Gijón
Viernes, 9 de marzo 2018, 05:13
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Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de toda clase de estímulos visuales y auditivos. Y aún así la visión de determinado paisaje o la percepción de cierto sonido siguen provocándonos emociones, sensaciones, experiencias únicas. Si hablamos de Asturias, cualquiera de ustedes podría elaborar sin esfuerzo su particular álbum de imágenes memorables. ¿Serían capaces de hacer otro tanto recopilando sonidos asociados íntimamente a un lugar de nuestra tierra? Les proponemos algunas pistas para iniciar su propia colección de paisajes escuchados.
De los múltiples elementos corales que presenta la naturaleza asturiana si hay uno que lleve la voz cantante y recorra cada rincón del Principado con ella, es el viento. Es la música que ensordece cortando los cantiles del cabo Peñas y la que cruza los puertos de la cordillera aunque los cubra la nieve. Si son amigos de las alturas y montañeros avezados, seguramente podrían iniciar su álbum privado de sonidos escuchando al viento cuando silba por el ojo de la Peña Furada en Somiedo, de camino a la braña de Sousas. O capturar unas ráfagas de la ventolera perenne que sacude los riscos de la bien llamada Peña del Viento en los altos de San Isidro.
El mar es otra de las voces que dibuja algunos de los paisajes sonoros más singulares de nuestra región. A lo largo de sus trescientos largos kilómetros de costa el Cantábrico va dejándose oír en cada palmo de tierra que encuentra en su camino. En los acantilados de Rivadedeva y Llanes lucha a brazo partido con el roquedo, el sonido de sus embestidas, cuando se escucha cerca (siempre a la distancia aconsejable de seguridad) suena realmente como los golpes de un combate cuerpo a cuerpo en el que sale salpicando toda la furia transformada en espuma. Su propio aliento, la voz arcana del corazón del mar, también es posible escucharla e incluso ver la forma condensada de su furor, en esas mismas marinas bravas. Los bufones de Pría y Vidiago nos ofrecen la experiencia de asistir a ese inolvidable recital. Y al otro lado del mapa, hacia Occidente, la voz del mar canta y redobla en los pedreros: la Playa del Silencio o Gavieiro, en Cudillero es uno de esos escenarios en los que las olas juegan con los regodones y las paredes de esta recogida cala sirven de caja de resonancia al rumor. Un fenómeno similar se puede observar en el mismo Gijón. Situados en el centro del Elogio del Horizonte de Chillida, el mar enreda en el pedrero y la bóveda abierta de la escultura recoge esos sonidos. Un milagro natural que consiguió impactar al propio escultor vasco.
Milagro y prodigio dejó a su paso la voz del agua de los ríos de Asturias por donde buenamente pudo correr o por donde la mano del ser humano la fue encauzando. Su canción, diversa y a muchas voces, sale del alma de la tierra con el empuje de una tonada en las múltiples cascadas que se desvelan por nuestro paisaje. Acaso unas de las más espectaculares y sonoras -ruidosas- sean las de Oneta, en Villayón, con sus nombres, puras onomatopeyas o poesía: Firbia, Ulloa, Maseirúa. El salto de agua cae con voz de ducha y el remolino que se forma en su balsa suena como un orfeón sumergido en un descomunal jakuzzi.
Idéntica fuerza cantora arrastran las cataratas trazadas por obra humana para abastecer de caudal a las presas de los molinos de muela o mazos de ferrería. En Meredo, Vegadeo, el río Suarón se desboca en una abrupta cascada para impulsar un mazo y a un molino. El agua rompe en el silencio casi sagrado de un frondoso bosque. Un ingenio hidráulico aún más complejo y en perfecto uso se esconde y se encuentra en otro lugar de la Asturias más occidental: Os Teixois, en Taramundi, es una muestra ejemplar del aprovechamiento de los recursos naturales con fines prácticos. El agua mueve un molino, una fragua, un batán, una rueda de afilar y hasta una pequeña central eléctrica. Aquí la tonada solitaria se vuelve canción polifónica. Todo suena: el chorro que mueve las ruedas, la tolva que muele el maíz, el mazo sobre el acero y el acero sobre el yunque, las zapatas del batán. El resultado: podría dar un auténtico temazo de música experimental.
Más íntima, secreta, minimalista, tal vez solo para los oídos más refinados susurra el agua en el interior de la tierra. En una gruta. En santuarios de nuestro arte rupestre como las cuevas de La Peña de Candamo o de Tito Bustillo, podemos experimentar el asombro de las gentes que las pintaron al escuchar una gota caer desde las aristas de la caverna y hasta el eco que deja. Otro de esos sonidos que no se borran.
Aunque no hace falta adentrarse en las profundidades de la tierra o en las espesuras del monte para ser impresionados por la música del paisaje. El paisaje humano, en el mismo corazón de nuestras ciudades y pueblos, es terreno abonado para bandas sonoras igual de únicas. En el centro de Oviedo, sin ir más lejos, el claustro del Museo Arqueológico de Asturias nos brinda uno de los emplazamientos donde con más intensidad se pueden escuchar las campanas de la catedral de Oviedo.
Vale la pena hacer la prueba un mediodía para oír las doce. Así oían las horas los monjes de San Vicente. Hoy podemos buscar una impronta de ese paisaje sonoro que rigió las oraciones de nuestros monasterios y colegiatas en vivencias como la de acudir un domingo a la misa cantada de las Carmelitas Samaritanas en Santa María de Valdediós o en el mismo día asistir al oficio en la Basílica de Covadonga para escuchar las voces blancas de la Escolanía. Y allí al lado, de nuevo todas las canciones: el agua en la cascada de la Santa Gruta, el río, el viento, las campanas. Más piezas para el álbum.
También en Vidiago. Además del espectáculo visual, sorprenden la primera vez por el enorme ruido que hace el aire al salir mezclado con agua entre las rocas.
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