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El padre Ángel, un incondicional de las sesiones de investidura.
El padre Ángel se duerme

El padre Ángel se duerme

La sesión discurrió de forma tan plana que dio la sensación de que los populares aplaudían solo para mantenerse despiertos

rosa belmonte

Miércoles, 31 de agosto 2016, 04:32

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En el Congreso faltó el cuervo Rockefeller. Un día, en Entre amigos, le dijo a José Luis Moreno: «Me encanta este ambiente decadente y rancio del que usted pretende ser protagonista». La novedad de este martes fue Ciprià Císcar, que prometía su cargo de diputado sustituyendo a la también socialista María Such. Amárrame los pavos con los nuevos tiempos. Y juro que vi a Ricardo Fernández Deu. Rajoy fue ayer como Moreno en sus enumeraciones, pero sin entusiasmo. Debió haberse hecho acompañar de un muñeco. Fue tan previsible Rajoy como uno de esos tertulianos que antes de que abran la boca ya sabes qué van a decir. No se puede endilgar ese rollaco a la hora de la siesta porque el padre Ángel se duerme. Estaba por la misma zona de tribuna que ocupaban Elvira Fernández (con gafas), Cristina Cifuentes (¿la sucesora?) y Juan Vicente Herrera, presidente de Castilla y León. Los tres juntos en primera fila.

En los 80 minutos que duró el discurso hubo 18 interrupciones para aplausos. Sin contar el del principio y el del final. Ninguna de las interrupciones estuvo motivada por algún momento vibrante o brillante del texto (unos folios con una letra gordísima que como mucho llevaban 17 líneas, pero normalmente muchas menos). De hecho, no todos aplaudían. José María Lassalle fue bastante selectivo con los aplausos. También a la hora de elegir el color de su americana. Tiene gracia que Lassalle y su ex Meritxel Batet llevaran una chaqueta casi del mismo color. Algo entre granate y teja. Supongo que es lo que tiene no salir de la misma casa. Volviendo a los aplausos sin ton ni son, creo que su único fin era que los propios aplaudidores no se durmieran.

Ningún lío

Era todo tan plano que no hubo lío alguno. Se oyó una voz femenina que dijo a Rajoy «¡muy bien!» desde algún escaño. Y al final hubo un atisbo de jaleo, cuando dijo que suponía que todos deseamos que España evite unas nuevas elecciones generales. «¿O es que alguien aquí está pensando en convocar nuevamente a los españoles a las urnas? ¿Y cuántas veces estaría dispuesto a hacerlo?». Hubo murmullo y Ana Pastor pidió a sus señorías que guardaran silencio. La única vez. El resto del tiempo estaba más tiesa que un palo con vestido blanco. Una vez le dio la vuelta al teléfono y envió un mensaje. Mandó emoticonos. Cielos.

Pedro Sánchez y Aitor Esteban no paraban de tomar notas. También lo hacía Marcelo Expósito desde la Mesa. El diputado de En Comú Podem, el que tiene un pelo extraordinario entre el de Ciprià Ciscar hace años y Cabeza Borradora, se sienta ahora al lado de Alicia Sánchez Camacho, que le cruza las piernas como antes se las cruzaba a Patricia Reyes.

Pablo Iglesias, con una camisa negra como Expósito, hablaba a la vez que Rajoy. Él tenía preparados tuits para publicar durante el discurso. Por ejemplo, una portada de Hermano Lobo de 1975 donde se veía a un político desde un balcón: «O nosotros o el caos». «El caos, el caos», decía el pueblo. «Es igual, también somos nosotros». Diego Cañamero hablaba con su camiseta verde. «Cero privilegios», se atinaba a leer. Cero privilegios un diputado. Su amigo Sánchez Gordillo debe de estar revolviéndose en Marinaleda.

Hubo poco rajoyismo. Si acaso cuando dijo: «Debe haber una oposición, porque alguien debe controlar al gobierno, pero eso pasa porque haya gobierno. Como este no vendrá solo, es evidente que, o colaboramos para crearlo, o no podrá haber ni gobierno ni oposición». Ni vecinos, ni alcalde. O esto: «El caso es que, como todo el mundo sabe, yo solo no puedo dar a los españoles lo que creo que necesitan». Bambú, turap, tuhé.

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