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El sabio que no quería ser inmortal

El sabio que no quería ser inmortal

Carlos López-Otín acaba de colocar a Asturias en la élite de la ciencia después de treinta años dedicado a desentrañar el misterio de la vida

Azahara Villacorta

Domingo, 23 de abril 2017, 12:01

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Hay un efecto aún no descrito por la ciencia que consiste en que un investigador de primera línea, una eminencia mundial en biología molecular, un hombre que suena para el Nobel por todos codiciado, tira sin desmayo por una pequeña universidad del Norte de España y, con ella, de toda una regiónen la que los fondos escasean hasta poner al límite de la supervivencia a su propio laboratorio. Yeso, después de rechazar, una y otra vez, las suculentas tentaciones de los más punteros centros de investigación del planeta.

Lo llaman el efecto López-Otín y su protagonista, de nombre Carlos (el guión que une sus dos apellidos sirve para facilitar las cosas en el mundo anglosajón) y con trazas de galán antiguo, nació en Sabiñánigo, Huesca, el 22 de diciembre de 1958. O, como a él mismo le gusta explicar, el mismo día que festejaba su cumpleaños Srinivasa Ramanujan, el gran matemático indio autodidacta. Hijo de un padre que le enseñó que no existían los domingos y que poco escapa a la tenacidad, y de una madre de la que conserva un afán, puede que el más alto: el de la búsqueda de lo bello. Pero también de unos libros en los «ensanchó horizontes». Así que habla con la misma veneración de sus maestros que de Verne, Borges o Kundera y de su abuelo, don Clemente, practicante a caballo por aquellos pueblos oscenses, con sus paisajes y su frío, en quien vio los primeros rigores del trabajo hecho a conciencia.

El catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Oviedo que apenas duerme cuatro o cinco horas al día, que se levanta invariablemente antes de las seis de la mañana, que come con una frugalidad propia de un eremita y que ni siquiera tiene móvil más que cuando viaja al extranjero «para estar localizable» acaba de celebrar sus tres décadas en Asturias en el momento más dulce de una carrera plagada de obstáculos que ha vencido a fuerza de tesón. Encerrándose durante semanas para pasar a la historia como el primer científico que consigue para la institución una ERC Advanced Grant, el más prestigioso programa europeo de apoyo a la investigación de vanguardia, dotado con 2,5 millones de euros gracias a un innovador proyecto para frenar los efectos del paso del tiempo a través del estudio de los mecanismos moleculares del envejecimiento. Uno de los grandes caballos de batalla de este asturiano nacido en Aragón que es una referencia internacional en la investigación del cáncer, el genoma y las enfermedades hereditarias y que anunció la concesión de la ayuda venciendo su proverbial aversión a la exposición pública para proclamar su optimismo inquebrantable y su compromiso con la tierra que lo acogió hace ahora treinta años:«Esto representa que para Asturias no está todo perdido. Vamos a salir adelante». Palabra de quien acaba de colocarnos en la élite de la ciencia y que se emocionó cuando la primera felicitación que le llegó a un mail que echaba humo fue «la de un profesor de Filología».

A su «lugar en el mundo», como él lo llama, la castrillonense playa de Salinas, llegó por amor este sabio que, siento todavía un niño, lo vio claro:«En un lugar remoto del Pirineo aragonés, rodeado de una Naturaleza imponente, cerré los ojos y me pregunté si sería posible entender el mundo y la vida». Así que, un buen día, cogió un tren que lo alejaría para siempre de Sabiñánigo, donde sus paisanos han dado su nombre a la escuela donde aprendió los primeros números, las primeras letras, y se plantó en Zaragoza para cursar hasta tercero de Química y el caprichoso azar se encargó del resto. Porque ni la capital aragonesa ni la asturiana ofertaban estudios de Bioquímica. Y, mientras que él decidía trasladarse a Madrid para seguir su vocación, otra química veinteañera, asturiana para más señas, viajaba hacia el mismo punto con idéntico objetivo. Un cruce de rectas que encendió la chispa que lo traería al Principado para casarse con Gloria Velasco, la mujer con la que tendría a sus dos hijos,a quienes transmitiría su pasión por el conocimiento y su mirada humana de la ciencia, además de la afición por los pájaros de quien es, en sí mismo, «una rara avis». Porque, en palabras de Guillermo Muñiz, antiguo miembro de su grupo, «Carlos es un tipo excepcional, una persona que llama la atención por su extraordinaria generosidad, por su afán de ayudar. Él no se guarda nada y eso no es habitual en este mundo».

La catedrática de Bioquímica («brillante» según quienes trabajan codo con codo con ella en la sombra)es uno de los puntales del laboratorio que Otín dirige en el Edificio Santiago Gascón, anexo a la Facultad de Medicina. Un búnker vedado a ojos indiscretos, que, sin embargo, ha abierto espacios claves en la biología tumoral e identificado más de 60 nuevos genes humanos, además de descifrar el genoma de 500 pacientes con leucemia. Yeso, desde una Universidad en la que, cuando no investiga, se convierte en un docente más que presume de no haber faltado «ni a una sola clase» y de haber transmitido sus conocimientos a alrededor de 10.000 alumnos, entre los que ejerce de ojeador que espera hallar en ellos al próximo gran investigador. «Exigente» como solo puede serlo quien «lo es primero consigo mismo, porque Otín predica con el ejemplo», cuenta Juan Cadiñanos, a quien dirigió la tesis este genio que «se preocupa por las personas de su laboratorio, pero no solo en lo profesional, sino también en lo personal. Si alguien necesita algo, está ahí a pesar de su estatus y de que tiene tantas cosas en la cabeza». «Cosas» que se han plasmado en 350 artículos en revistas internacionales que se han citado más de 38.000 veces. En ofrecer conferencias por todo el mundo (de los centros de investigación más punteros a institutos de Secundaria)como miembro de numerosos paneles, editoriales de revistas, comités asesores y sociedades científicas, incluyendo la Real Academia Española de Ciencias y la Europea. Y, mientras otros se hacen ricos con un caché astronómico, él casi se indigna al explicar que «no se puede cobrar por compartir conocimiento» ni «perder ni una sola oportunidad de hacer pedagogía en vivo y en directo en un país que solo tiene dos Premios Nobel», el aragonés Ramón y Cajal y el asturiano Severo Ochoa, y en el que «pareciera que nuestros antepasados portaran un misterioso gen anti-ciencia que se hubiera ido transmitiendo fielmente, generación tras generación, desde don Pelayo hasta Agustina de Aragón».

Rubén Cabanillas, que siendo un estudiante desorientado se presentó con su padre en el despacho del sabio en busca de un consejo y él se convirtió en su maestro, lo sabe bien:«Carlos permite a todo su entorno enriquecer su trabjo y demuestra que, a pesar de las inmensas dificultades, si de verdad se cree en un proyecto es posible acometerlo contra viento y marea y triunfar. Eso sí:jamás sin un inmenso esfuerzo». Así que Vicente Gotor, colega y paisano, le pide que afloje:«Le digo que lleva demasiado encima, que tiene que dejar pasar alguna de las invitaciones que le llueven de todas partes porque no le dan las horas del día para tanto». Eso, y que no se deje amedrentar, porque «la envidia es muy mala y alguna gente dice que todos somos iguales, pero no es verdad:solo hay un número uno y ese es Carlos».

Carlos, el mismo que «es un pasaporte para que te hagan caso ante cualquiera que tenga poder de decisión», afirma Carlos Suárez, director científico de la Fundación para la Investigación Biosanitaria de Asturias, de donde Otín es un puntal, al igual que del Biobanco de Asturias, del Instituto del Instituto Universitario de Oncología, del Cluster de Biomedicina... Suma y sigue.

Y,mientras que los premios y distinciones de toda ralea y los Doctorados Honoris Causa (por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, la de Zaragoza, la Autónoma de Chile) se le acumulaban, Otín se volcaba con Néstor, un niño-viejo que, a los diez años, se quedó sin pelo y vio cómo su piel se arrugaba y cómo los huesos empezaron a debilitarse como los de un sexagenario. Su diagnóstico era claro:padecía progeria, una extraña enfermedad hereditaria que causa el envejecimiento prematuro en plena infancia y sitúa la esperanza media de vida en 15 años. Y, cuando Néstor murió sin que él pudiese hacer nada por evitarlo, el hombre que se levanta cada mañana esperando que alguna reacción que nos permita «vivir más, pero también mejor» haya ocurrido en su laboratorio, siguió llamando a sus padres el día de su cumpleaños y ellos continuaron mandándole dulces por Navidad.

Escucharle hablar entre probetas y ADNde «armonía molecular» con la firme la convicción de que «la ciencia revela la belleza del mundo» es como oír recitar de memoria a Neruda, Ángel González, Gerardo Diego o Vallejo a este apasionado de la poesía, Nueva York, Wagner, Rafa Nadal, las fotos y una buena charla que se asombra de que la gente fume, que tiene un club de fans en Facebook y al que los empresarios paran por la calle para preguntarle la receta contra la decrepitud. Que abandonó su discreción para pronunciarse contra la Guerra de Irak y que conserva como un tesoro un Cien años de soledad dedicado por García Márquez (con un tachón en soledad y, en su lugar, un felicidad) a quien no ha dejado de disfrutar aprendiendo «ni un solo día». Y a una se le ocurre que quizá eso sea la inmortalidad y no la otra, «tan innecesaria y tan poco recomendable» a decir de quien ya la ha alcanzado por méritos propios.

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