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Bicentenario Emily Brontë: 1818-2018

DIEGO MEDRANO

LIBERTAD VIGILADA

Lunes, 11 de diciembre 2017, 00:29

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Una de las principales onomásticas del año entrante es el aniversario de Emily Brontë y se edita, ya en librerías, un texto fundamental y fundacional para entender la fecha: 'El sabor de las penas', (Alianza) de Jude Morgan. ¿Quiénes fueron aquellas tres hermanas solteronas, encerradas en la rectoría Haworth, obsesas textuales hasta la médula, enfrentadas sin compasión a los inhóspitos páramos de Yorkshire y en constante viaje imaginario, hacia dentro, ajenas a lo real y con solo paz y aliento en la escritura? Emoción, desgarro, coraje... todo nos transmite el texto de Morgan: penalidades, sí, pero la fuerza privilegiada de la imaginación como elemento de salida a todas ellas; la vida interior como única vida.

Una parte central del texto es la de cada hermana en la labor de forja y resistencia de su novela, sin mirar a los lados, centradas en el pulimiento y revisión de cada página como único oro: Emily ('Cumbres borrascosas'), Charlotte ('Jane Eyre'), Anne ('Agnes Grey'). El único futuro para ellas era el de la época: prepararse para institutriz, si no se conseguía un marido que propiciase el sustento. Anne, la más débil, la más pequeña, no tuvo más remedio que dedicarse a ello desde los diecinueve años, harta de ese mundo de niños caprichosos y consentidos, la literatura fue su única purga. Una cita de 'La inquilina de Wildfell Hall' da cuenta de su mucho coraje: «Es mejor armar y fortalecer a tu héroe, que desarmar y debilitar a tu enemigo»; «Si odio los pecados, amo al pecador, y haría mucho por su salvación». Fue la única que se ocupó del hermano alcohólico, Branwell, débil mental como todos los adictos, quien perfeccionaría junto a Charlotte un reino imaginario ('Angria'), lo mismo que Emily y Anne tuvieron el suyo ('Gondal').

La mejor escritora de las tres -lo decía mucho Martín Gaite- era Emily, cuyo centenario se aproxima. En 'Cumbres borrascosas' no lo puede decir más claro: «Mi existencia se resumiría en dos frases: condenación y muerte». Charlotte viviría un poco a la sombra de ella, tras su escritura, peto y espaldar de la familia por su seguridad frente al abismo o la caída. Hay martirologio en las tres, el victimario de escribir sin público, la vida en minúsculas que solo crecía con la caligrafía pausada, ordenada, femenil de cada día. El reto fue vivir de espaldas a la miseria, a la bajeza, aún en pleno anonimato, entregadas a la férrea voluntad como única arma disponible.

Eran educadas, eran corteses, pero también raras, cubiertas de un halo de extrañeza que sorprendía a propios y ajenos. Los pasatiempos eran pasear por los páramos hostiles o el cementerio próximo; la vivienda del pastor anglicano, su padre, era firme y sobria, casita de ladrillo oscuro con dos hileras de ventanas blancas. Escribían sin cesar, seducidas por el magisterio de Byron o Walter Scott, también por los artículos de los periódicos de Londres y las revistas femeninas. Fueron hurañas, empezaron a enfermar cada vez que se alejaban de casa y se relacionaban con extraños. Duchas en la interpretación al piano, en el aprendizaje del inglés y el alemán, hicieron de su refugio su armadura, puede que hasta perder todas las batallas de la vida pero ganar la inmortalidad del tiempo.

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