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MEMORIA DE LA NIEVE
LAS CARTAS DEL SOLITARIO

MEMORIA DE LA NIEVE

Siempre es una promesa de felicidad, entremezcla memoria y deseo iguala las calles y las convierte en una página en blanco impoluta. Copo a copo cubre durante estos días el paisaje de media España

XUAN BELLO

Domingo, 20 de diciembre 2009, 03:34

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Nieva copo a poco (¡oh Blas de Otero!) en los montes que acunan la ciudad que fue mía, que le ponen una melodía al valle que he escogido para vivir. Salgo a la pomarada un momento y entro abrigándome en el anorak. Atrás queda el paisaje acurrucado. Está nevando, dice la radio, en media España. Tras los cristales de la televisión, mansamente, la nieve cae en trapos cubriendo los puertos altos, diluyéndose en el amanecer, posándose un momento antes en las testas pensativas de las sombras que se apresuran y se aprietan en su huidiza condición para detenerse de súbito en la retina de quien mira y contempla, como si nunca hubiese sido, este milagro imprevisto. Yo no sé qué tendrá la nieve que siempre es una promesa de felicidad y, a la vez, materia reflexiva de la caducidad de la vida. Yo no sé qué tendrá la nieve: si vocación de canción o de esmeralda engastada en un anillo que reservas para quien bien te quiere. Hoy, mientras la promesa de la nieve se hace presencia, mientras me dicen que en Siones ya dos cuartas por lo menos, voy pensando en aquellas nieves de antaño, por las que tanto preguntaron François Villon y Álvaro Cunqueiro, y en esas otras del poema de Carl Sandburg, todas ellas silenciosas (como la mirada inquieta del niño o, tal vez, como el último aliento cortado del moribundo). La nieve, poniéndole una luz rara a la noche, ilumina las noches más significativas de mi memoria y uno, sentimental y extrañado, asiste a la caída de un símbolo contradictoriamente oscuro y cándido. Será que nací en un pueblo y entonces aún no se conocía el zape-zape del quitanieves en las curvas comarcales. La nieve de antaño es la de hogaño fatalmente y también, sí, la nieve que vendrá a cubrir con su manto esa muerte que siempre, de la mañana a la noche, nos acompaña a todos.

¿Hay algo más leve que una falispa, esa chispa tan fría y tan blanca que se posa en la mano trémula de un anciano y desaparece? ¿Hay alguna imagen más fuerte que aquellas descripciones de Bulgákov -el jovencísimo médico inexperto abriéndose camino en la noche para atender a una parturienta- o aquellas otras de Camilo Castelo Branco perdido en el monte, no muy lejos de las riberas del Miño, entre contrabandistas que le daban al fornicio y al aguardiente a un lado y a otro de la frontera? También la nieve entremezcla memoria y deseo. También la nieve es ahora sin perder su condición de siempre. Ahora presiento cómo se posa casi cursiva sobre los vivos y los muertos, cómo iguala las calles y las convierte en una página en blanco impoluta. Una página en blanco, allá en la montaña de los míos, en la que un dios antiguo y olvidado comienza a escribir tímidas pisadas de corzo, leves remolinos de viento, algún rastro de pastor que vuelve a casa imaginando ese otro milagro -la apagada voz de la radio- y la lumbre acariciándole los dedos.

Nieva y el mundo, como por un encanto que hemos olvidado, desaparece. Me asomo a la ventana y recuerdo unos versos escritos hace demasiados años. Me traduzco de mi asturiano: «Sobre la rama nevada del tilo / la luz de la tarde ha encontrado / un nido donde acurrucarse tenue. / También yo, en mi cabaña junto al fuego, / invento los palacios de la infancia. // Tomo ejemplo y como ella ha hecho / no lloro mucho más este destino». Más exactamente lo escribieron otros, pero ahora me toca a mí. Amanece con amenaza de nieve y esa amenaza es promesa de felicidad: a mí me gustaría que la nieve, de caer, crease un laberinto de esos de los que uno no quiere salir. Un laberinto de infancias, de presentimientos, de espejismos. Copo a copo, poco a poco, que fuesen cayendo sobre la página escrita las palabras del poema; mientras tanto pienso en Villon, en las nieves de antaño. Sé que la nieve anula el tiempo, que en lo fugitivo nos have concebir la eternidad. Sé que la nieve es verdad: la veo caer sobre la mano de una niña, veo los ojos asombrados de la niña mientras la nieve desaparece. Tomo nota y aprendo la lección.

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