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Los dos primeros venados avistados en la región este año durante la época de celo.
La llamada del monte

La llamada del monte

Desde hace unos días y hasta mediado el mes de octubre es posible oír y, con suerte, avistar las manadas de venados que se reúnen para el celo, lo que se conoce como la berrea

pablo antón marín estrada

Domingo, 18 de septiembre 2016, 04:50

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Fieles a su cita con el calendario de la naturaleza, desde hace apenas dos días, los esquivos venados han vuelto a dejarse oír y, con un poco de suerte, a ver, en los montes de Asturias. Cada comienzo de otoño ocurre el milagro: casi con exactitud, entre el quince de septiembre y el quince de octubre, los machos acuden a reunirse con las hembras y sus crías. Es la única ocasión en todo el año de poder observar a estos cérvidos en familia y con una proximidad que solo resulta posible en este mes de celo, cuando la llamada del instinto les hace bajar la guardia ante su principal enemigo en el bosque: el ser humano. Otros eventuales depredadores, como el lobo, suelen ser más imprevisibles.

A la misma hora, las siete de la mañana de ayer, dos grupos de cazadores visuales humanos, partían con idéntico propósito, unos desde la cuenca del Aller y los otros de los valles altos del Nalón. La imposibilidad de desdoblarse con ese don que al parecer compartía el venerable Buda con algunos personajes de la vida pública actual, nos ha hecho decantarnos por la expedición que ofrecía mayores comodidades de desplazamiento hasta el límite del que ya no puede avanzar ningún vehículo. Partimos de Rioseco (Sobrescobio), en plena noche cerrada, hacia un lugar situado en terrenos fronterizos y vecinos de los concejos de Laviana, Nava y Piloña. El tiempo de nuestros relojes corre en nuestra contra frente al largo día de los venados: apenas abandonarán su refugio en el bosque durante las primeras horas de luz, luego volverán a desaparecer hasta la llegada del crepúsculo.

Durante el camino de ascenso los hemos oído berrear en algún punto impreciso del reino de sombras. El bramido, escuchado en la oscuridad de la montaña, impresiona a quien lo percibe por primera vez y a quienes lo reconocen de nuevo, por muchos que hayan sido los amaneceres en los que les fue dado sentirlo. Suena profundo y vigoroso, como si saliese de la misma garganta de la tierra. Raramente se olvida.

Mientras clarean los pespuntes de luz en la cumbre del cielo, otros sonidos menos inquietantes nos acompañan: el trinar madrugador de un raitán o un coro disperso de mirlos, tal vez malvises, que sosiegan nuestros oídos ante la cercanía del venado, hasta ahora invisible, entreverándose con el eco de las esquilas de vacas que nos vamos a ir encontrando en los sitios más insospechadas: tendidas con sus crías en el mullido lecho de la hojarasca o a la vuelta de un risco, envuelto en neblina. De vez en cuando, algo similar al ladrido seco de un mastín sucede a la llamada de los machos: son las madres, con sus cervatinos, respondiendo su particular «ni contigo ni sin ti» del cortejo, inspirador, como saben, del amor cortés y la literatura romántica de los humanos.

El día ha terminado de conquistar los últimos reductos de penumbra y en el intrincado sendero por el que avanzamos monte arriba algunos tramos de barro húmedo nos muestran por fin la evidencia de que han pasado por aquí: huellas de un posible macho, seguido de un número indeterminado de hembras y algunas crías. En el suelo de hojas de una pequeña mancha de hayas y avellanos, encontramos la siguiente pista: excrementos que aún desprenden el vaho de la proximidad en el espacio y el tiempo. Ahora mismo, con el amparo de las condiciones de visibilidad, es posible orientarse hacia los rincones desde los que emergen los berridos, con el margen de error probable de los engaños del eco en la montaña.

Bárbara Canteli, nuestra guía, de pronto nos conmina a echar cuerpo a tierra, ahí mismo, a poco más de trescientos metros, justo en el centro de cuatro árboles, alineados en un casi perfecto rectángulo, aparecen dos hembras; sus crías, seguramente, están agazapadas en el bosquecillo al que preceden los cuatro árboles. Una de ellas gira la cabeza con las orejas desplegadas hacia el lugar donde intentamos pasar desapercibido y corre a ocultarse, entre la vegetación. Su compañera, más confiada o distraída, se demora triscando pasto, hasta que finalmente, decide seguir los pasos de la otra y se pierde tras las trincheras del monte. En un escondrijo cerca de la cumbre se oye el bramido de un macho y nuestros nervios se aceleran ante la oportunidad plausible de que en cualquier momento aparezca. Rastreamos en vano con nuestros prismáticos la zona de la que proviene la llamada hasta que el sentido común y la experiencia de nuestra guía, nos anima a seguir la búsqueda por otros derroteros.

La emoción de vislumbrar a las dos ciervas y de cegarnos los ojos oteando al acecho del ejemplar masculino nos ha impedido admirar el impresionante teatro de picos, cordales, vaguadas, barrancos y masas boscosas que nos rodea: a un lado las crestas de Peña Mayor, al otro los montes de Pendón y en lo profundo del valle la aldea piloñeta de Espinaréu, frente a nuestra vista, rayando con el horizonte, el lomo del Sueve, arropado por un velo de nubes bajas. Desde las lejanas hondonadas comienza a trepar por las laderas un tupido encaje de borrina. El segundero de nuestros relojes también va cercando nuestras esperanzas de poder ver algo más.

Descendemos a una collada, que aparenta ofrecer un buen puesto de observación sobre las costeras de enfrente, salpicadas de boscaje y durante un buen rato fatigamos nuestra impaciencia sin obtener ningún resultado. Estamos a punto de abandonar cuando volvemos a escuchar la llamada de un macho. No cabe duda de que anda por la zona boscosa a donde apuntamos nuestra pesquisa visual. Y en esta ocasión la suerte se pone del lado de los humanos: en un principio vemos una cría sola, paciendo entre los riscos, tranquilamente, hasta ir poco a poco desapareciendo en el arbolado. Luego, a pocos metros, aparecen varias hembras y sus crías, siguiendo monte arriba un camino nítidamente marcado, sobre ellas, encabezando la marcha descubrimos a un ejemplar macho de poderosa cornamenta, aunque joven: tres ó cuatro años, calcula la guía por el perfil de sus astas. El grupo se deja ver el tiempo suficiente como para que nuestras pretensiones de avistamiento de los primeros venados de la berrea se vean colmadas, solo dos días después del comienzo oficial de este milagro anual del que nos concede ser testigos la naturaleza. Quizás para recordarnos que todavía sigue viva y marcando el calendario de nosotros, sus hijos menos agradecidos.

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