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Uvencio, en la puerta del colegio Santo Tomás. PATRICIA BREGÓN
Un curso escolar de diecisiete años

Un curso escolar de diecisiete años

El conserje del colegio Santo Tomás se despide de un centro en el que ha observado el cambio del sistema educativo y de los niños, menos independientes ahora

POR C. DEL RÍO

Domingo, 17 de diciembre 2017, 02:15

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Uve se huele algo. Sospecha que sus excompañeros del colegio Santo Tomás le preparan lo que él llama una encerrona y otros definirían como una fiesta sorpresa. Un agradecimiento a diecisiete años de entrega con una implicación superior a la que exige el cargo. Y cree que le tienen algo organizado porque una de las asistentes se ha ido sin querer de la lengua y, casi a la par, este periódico pregunta por él, por un conserje anónimo de trabajo discreto pero que, a base de años y constancia, ha dejado una huella en el centro y en muchos de los que por él han pasado. 'Uve' no solo deja su sello en las mesas del estudio de radio, construidas por él, sino en un montón de pequeños detalles que han agradecido, sobre todo, profesores y las familias de los más pequeños, con quienes le encanta bromear. Son, asegura, las edades más agradecidas, a las que trata de ganarse convirtiéndose en el seguidor más acérrimo de 'Bob Esponja', por ejemplo.

'Uve' es Uvencio, un nombre que ya se adivina que no es oriundo de Asturias. Uvencio Herreruela Llave, ahí es nada, nació un día de la Inmaculada Concepción de 1953 en Berrocalejo, cerca de Navalmoral de la Mata (Cáceres). Fue el segundo y el último de los cuatro hijos que nació allí porque sus dos hermanas ya lo hicieron en su nueva tierra, en Asturias. Aquí se instalaron, primeramente, en Miranda y apenas echaron de menos la vida dejada atrás. La parroquia era lo más parecido a un pueblo que se podían encontrar en Avilés. Baste decir que tiene fresco el recuerdo del panadero llevando la mercancía en carro a la casa de El Pelame a la que se trasladaron posteriormente.

Eso fue ya en su segunda estancia porque Uvencio, de la que vino, solo pasó un año aquí. Sus padres lo enviaron de vuelta a Cáceres con sus abuelos tan pronto como su madre se quedó embarazada. En una época en la que había muchos menos aparatos de esos que facilitan las labores domésticas, tales como lavadora o lavavajillas, era conveniente quitar un poco de trabajo a la madre. Regresó para hacer la comunión, a los nueve años y estudió en los colegios de Miranda y de La Carriona.

Al igual que su hermano, entró en la Escuela de Aprendices de Ensidesa, pero lo dejó enseguida porque creyó que no lo iba a conseguir. Comenzó a trabajar como pinche en Comercial Gonzastur, con un repartidor que distribuía en exclusiva galletas de Cuétara por toda la provincia, que de aquella se vendían a granel.

Estuvo allí hasta que en 1993 sufrió un infarto y se quedó sin puesto. Le concedieron una pensión compatible con trabajos llevaderos y aunque aquel lo fuera, no había en ese momento un hueco para él sin quitar a otro. Estuvo cinco años en el paro, que aprovechó para formarse en una de sus grandes aficiones: la carpintería. Lo dejó aparcado cuando llegó, por fin, la oferta de una empresa de limpieza. Estando en nómina de esta compañía, comenzó a limpiar los patios del colegio Santo Tomás. Algo vieron en él, que le propusieron asumir la conserjería y hacerse cargo de las obras menores de mantenimiento del centro.

No le costó decidirse porque el entorno parecía agradable y, de esta forma, dejaría de itinerar por todos los concejos por los que se movía la empresa. De hecho, hoy puede decir que en pocos sitios se puede trabajar tan a gusto como en un centro educativo.

En el 'cole' entraba a las siete de la mañana, una hora larga antes de que tuviera que hacerlo, porque le gustaba abrir la verja con algunas labores ya concluidas. Con el césped cortado o los patios y las canchas limpias, por ejemplo. Podía, así, atender el teléfono en su hora punta, a partir de las ocho y cuarto, cuando los padres empiezan a llamar para preguntas o avisos varios. Los sábado de partido, también se pasaba por allí para abrir recinto, cancha y vestuarios y echar una mano con el material a los monitores. En verano, salvo agosto, Uvencio aprovechaba para esas obras de mantenimiento que no conviene hacer con decenas de chiquillos corriendo entre los andamios. El alicatado y la pintura de las aulas o la colocación del suelo de parqué flotante del estudio de radio del colegio, una instalación de la que se siente casi tan orgulloso como el director que la ha impulsado, Javier Bueno.

Bromas y compadreo

Esta presencia constante en el centro le ha hecho una figura muy popular, especialmente entre los más pequeños. Raro era el día que Uve no pasaba a ver a los niños de tres a cinco años, con los que siempre ha tenido alguna broma. En estos diecisiete años ha visto, también, lo mucho que han cambiado las familias y los chiquillos. Han sido poco más de tres lustros, pero suficiente para apreciar menos independencia y participación en los de ahora y más sobreprotección por parte de sus padres, para quienes sus hijos siempre tienen la razón.

Aún sintiéndose parte de la comunidad educativa, Uve ha adelantado un año la jubilación por circunstancias personales. Ahora le toca cuidarse y disponer del máximo tiempo libre posible. Sin sufrir ninguna dolencia grave, sí hay un cúmulo de pequeñeces que debe atender antes de que vayan a más.

Además, sigue ahí latente su gusto por las tablas, taladros, tornillos y barnices. Es superior a él, es ver un espacio y comenzar a maquinar sobre qué pieza de madera podría encajar ahí. Por eso la recién estrenada jubilación es simplemente una nueva oportunidad.

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