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EVA FANJUL
AVILÉS.
Viernes, 30 de marzo 2018, 03:34
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Cuando abrió la puerta de aquel cuarto abandonado no imaginaba que al fondo, entre los trastos, aparecería la imagen de la virgen que tiempo después se convertiría en estandarte de su cofradía. Allí, en un rincón estaba La Soledad, llena de polvo y con los ropajes raídos por años de humedad y olvido.
Celsa Pérez, sorprendida, portó la imagen hasta la iglesia y tras limpiarla le arregló el vestido. Así comenzó sin saberlo su labor de camarera de la virgen, un compromiso que dura ya 48 años. Una época que muchos desconocen, -pero en la que ella, junto a Jesús Muñiz Guardado, fue parte activa y fundamental en la recuperación de la Cofradía de La Soledad, algo a lo que por modestia ella quita importancia.
Por aquel entonces, hacia 1970, recuerda, la cofradía llevaba años disuelta, y Jesús y Celsa empezaron a trabajar para recuperar los socios y poco a poco recomponer la hermandad. Con tesón y fuerza de convicción al año siguiente consiguieron procesionar de nuevo, después de muchos sin hacerlo. Y lo harían con lo poco que tenían entonces, apunta Celsa, se hizo una plataforma adornada con flores y velas que portaba a la virgen ataviada con sus ropas viejas. «El vestido estaba tan mal que tuve que pegarlo con pegamento, no podía coserlo».
Al año siguiente, decidió que la virgen no podía procesionar así y tras encargar una bonita tela de cortina de raso en Oviedo, se decidió a hacerle un nuevo vestido. Pero la confección resultó de lo más estresante, ya que la tela no le fue entregada a tiempo y llegó el día antes de la procesión. «Ya me ves a mi cosiendo toda la noche, pensé que no acababa», sonríe satisfecha años después de aquel 'mal trago'.
Fue el primer vestido de un ajuar que iría creciendo con los años y la devoción. Ahora, La Soledad puede visitarse en el su altar de la iglesia de Santo Tomás de Cantorbery. De ordinario luce un vestido blanco y manto negro con bordados. Una prenda con mucha historia porque, aunque el paño de terciopelo es más reciente, «los bordados son muy antiguos, rescatados del viejo manto».
Se le iluminan los ojos cuando recuerda a sus antiguas compañeras de la parroquia, «déjame pensar, que no se me olvide ninguna», insiste. Y así, repasa las anécdotas que compartió con Flor María, Otilia, Sarita y Nieves. Días frenéticos de Semana Santa en los que no daban abasto a limpiar, colocar, hacer centros de flores, sin tiempo casi para comer y en los que de repente «aparecía Flor María con una tortillina recién hecha y una botellina de vino, para que tomásemos un pinchín».
Ahora, prosigue colaborando con la cofradía en todo aquello que requiera su labor. Con un envidiable brío para su edad y con ese brillo en los ojos que expresa ilusión por la labor que desempeña la cofradía de su alma.
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