Borrar
Alejandro Ferrer, con la partida de defunción de su abuelo. O. ANTUÑA
Las vidas truncadas del muro de La Carriona

Las vidas truncadas del muro de La Carriona

El camposanto recuerda a 620 represaliados del franquismo en la comarca con unas placas grabadas con sus nombres | La mayoría pasaron por la Quinta Pedregal y allí se perdió su rastro, aunque otros fueron sometidos a juicios sumarísimos en Gijón y luego fusilados

RUTH ARIAS

AVILÉS.

Domingo, 14 de abril 2019, 01:53

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

A Ángel Álvarez se lo llevaron de su casa el 24 de noviembre de 1937. Era policía urbano de Avilés y su rastro se perdió en la Quinta Pedregal. Tenía entonces cuarenta años y dos hijos. A su mujer, entre otras cosas, le raparon el pelo. Pocos días antes había desaparecido Aurelio Gutiérrez, un carpintero local de 45 años que fue detenido por guardias civiles y falangistas y llevado también al palacete de José Manuel Pedregal. Su mujer, Florentina, y sus siete hijos nunca volvieron a saber de él. Evaristo García, albañil de Valliniello, terminó sus días en Córdoba en 1938. Estuvo en el campo de concentración de La Vidriera y después en Andalucía, dentro del 103 batallón de trabajadores. Se sabe que murió enfermo en el Hospital Militar del Palma del Río, pero su familia nunca logró recuperar el cuerpo.

Sus nombres son algunos de los que, desde hoy, están grabados en el Muro de la Memoria del cementerio de La Carriona, un homenaje a los asesinados y desaparecidos de la comarca durante el franquismo y el nazismo. El listado lo conforman 620 personas, hombres y mujeres que, en la mayoría de los casos, se fueron sin dejar huella y cuyas familias no han conseguido averiguar dónde están sus cuerpos y, como mucho, tienen algunas sospechas.

Alejandro Ferrer cree que su abuelo fue enterrado en una fosa común en La Lloba. Se llamaba Miguel Ferrer Benet y era uno de los trabajadores de la Junta de Obras del Puerto, el germen de lo que hoy es la Autoridad Portuaria. Vivía en la calle Cabruñana con su mujer, Carmen Lorido, una funcionaria del matadero y tenían allá por 1938 siete hijos. Desapareció también en la Quinta Pedregal, donde ya había estado al menos en un par de ocasiones anteriores. «Mi abuela tiraba de contactos, movía a sus amistades y había conseguido sacarlo, pero la última vez se la llevaron a ella también». El padre de Alejandro, Miguel, aún tiene grabado a fuego el momento en el que la apresaron. «Él era muy pequeño, tenía cuatro años. Estaba agarrado a su falda para tratar de evitar que se la llevaran, pero le dieron un empujón y le tiraron a un lado», relata.

La familia conserva apenas una fotografía de cada uno de ellos y han podido ir recopilando en estos últimos años algunos documentos, como sus partidas de nacimiento. También tienen unas de defunción, solicitadas por ellos mismos una vez transcurrido el tiempo legal para darlos por muertos, «siendo creencia general que fallecieron, y estando su muerte relacionada con las lucha contra el marxismo», reza el documento.

Como ellos, varios centenares de personas fueron represaliadas en la ciudad en aquellos años. La mayoría pasaron por la Quinta Pedregal, centro de detención, y se cree que muchos acabaron fusilados en alguna otra parte. Otros fueron enviados a Gijón y sometidos a juicios sumarísimos con idéntico fin, como Luis Area, un pontevedrés que recaló en Avilés que fue vocal en el comité de pesca de Asturias por la CNT. En el 36 se había alistado en las milicias en Soto del Barco para «vencer unidos al fascismo», como consta en la hoja de ingreso que aún se conserva. En 1937 era capitán del batallón Mario, pero en el mes de noviembre de aquel año fue detenido en San Juan de Nieva cuando embarcaba en un vapor. Según consta en los documentos del Consejo de Guerra, iba huyendo «por miedo a la entrada de nuestras tropas».

Area también pasó por la quinta, y de allí se fue a la prisión de El Coto, donde fue condenado a muerte por «rebelión militar». Un teniente médico reconoció su cadáver el 17 de mayo de 1938. «Falleció a consecuencia del cumplimiento de sentencia recaída en el correspondiente Consejo de Guerra», señala en un escrito. Le habían fusilado a las ocho de la mañana. «Su viuda, mi abuela Edita, y sus hijos, fueron perseguidos y se les hizo la vida imposible por lo que asesinaron a su marido y padre y por los que aplaudieron en su día las torturas y asesinatos», narra su nieta, Isabel Area.

«Se lo llevaron en un camión»

Otros incluso contaron ese pasado en un libro, 'El silencio de los vencidos', de María Ángeles Ovies. Su abuelo fue otra de esas víctimas hasta ahora olvidadas. Él desapareció el 3 de febrero de 1938. El día anterior, dos de sus compañeros de trabajo en los hornos de la fábrica de ácidos mataron a un mando falangista al verse descubiertos, y él fue una víctima colateral de las represalias.

José Iglesias había estado jugando a las cartas de su hermano Quico antes de volver a su casa, en Buenavista. Se acostó y su sueño fue interrumpido por miembros de la brigada de Intervención. «Se lo llevaron en un camión repleto de trabajadores rumbo a Verdicio, y de la redada solo se salvaron dos, uno gracias la influencia de su hijo falangista», cuenta.

Él fue el que relato a la esposa de Iglesias, Isabel Bobes, lo que había ocurrido. «Una prima de mamá contó que se habían oído disparos en la noche y a la noche siguiente encontró indicios de la masacre», relata Ovies. Los cuerpos nunca aparecieron. Unos dicen que pueden estar en una fosa común cerca de la playa, otros que los tiraron vivos al mar desde Peñas, pero la verdad es que nada más se supo de ellos. «Ninguno de los dieciocho nietos pudimos conocer a nuestro abuelo, pero hoy podemos recogernos ante ese muro, dejar una flor o un cirio en su memoria».

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios