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Retrato de Pérez Galdós pintado por Sorolla.
Galdós, el pulso de la vida

Galdós, el pulso de la vida

Cuando llegó a Madrid, a los 19 años, el escritor canario comenzó a observar con detalle la actividad de todas las clases sociales. Ahí nació su vocación de retratista de la época convulsa que vivió

IRATXE BERNAL

Sábado, 4 de enero 2020, 00:04

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Si el lector que no conoce español desea tener una idea general de lo que es una de sus novelas que imagine una de las mejores obras de Balzac, añada el calor, el color y el sentido melodramático de Dickens y agregue el grave tono irónico de Cervantes». A Benito Pérez Galdós, que había leído ávidamente a los tres, le habría gustado esta comparación del hispanista británico Gerald Brenan. Como ellos, quiso mostrar a sus propios coetáneos la realidad de su propia época, y eso que la que le tocó le puso a prueba a base de bien.

Galdós nació el 10 de mayo de 1843, el año de la mayoría de edad de la reina Isabel II. Vino al mundo en Las Palmas de Gran Canaria, en el seno de una familia acomodada de la que fue el menor de diez hijos. Fue un niño enfermizo, mimado por sus hermanas y apartado de los demás críos por una madre un poquito Doña Perfecta. La suya fue, según él mismo recordaba, una infancia «carente de interés o poco diferenciada de la de otros chiquillos o bachilleres aplicados». «Era un niño que no llamaba la atención absolutamente por nada. Ni siquiera había descalabrado a nadie de una pedrada», como le describiría el también escritor Armando Palacio Valdés.

«En la universidad me distinguí por los frecuentes novillos que hacía», reconocía Algunos biógrafos le definen como un mujeriego discreto, pero se conoce poco de su vida sentimental

Fue un buen estudiante que destacaba en dibujo y por su temprana vocación literaria. En el instituto escribe poemas que critican la falta de apego a la realidad de los poetas románticos y obritas teatrales que eran representadas en los salones de algunas de las familias más prominentes de la isla. Con 18 años empieza a colaborar en la prensa local con artículos en los que ya realiza comentarios políticos.

En 1862, llega a Madrid para estudiar Derecho, más por empeño paterno que por interés propio. Se instaló junto con otros compañeros de instituto en una pensión en Lavapiés, no muy lejos de la Puerta del Sol, el recién inaugurado Teatro Real y el Ateneo Científico y Literario, del que poco después se haría socio. Pronto descubre que su sitio no está en la Universidad, «donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía. Escapándome de las cátedras, ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital». Madrid está en plana expansión, a punto de duplicar su población y comenzando a construir el ensanche que le permitiría dividir las clases sociales por barrios. Una ciudad de extremos que es también el epicentro una convulsa vida política que también le fascina.

Solo tres años después empezó a colaborar con 'La Nación', periódico progresista liderado por Pascual Madoz. No recibe ningún salario, pero allí afina su estilo literario y empieza a hacerse un nombre que a él le dará más oportunidades laborales y a sus conservadores padres la tranquilidad de que, aunque no estudie, el muchacho al menos está haciendo algo más o menos provechoso.

Como reportero es testigo de la represión estudiantil de la Noche de San Daniel, que acabó con el Gobierno moderado de Ramón María Narváez, y de la sublevación del cuartel de San Gil, que acabará con el del liberal Leopoldo O'Donnell. Ya entonces muestra sus simpatías por el también liberal Juan Prim y su convicción de que el país requiere de un cambio democrático, así que acogió con entusiasmo el estallido de La Gloriosa. Sin embrago, tardó poco en desengañarse y tanto durante el Sexenio Democrático como en la Primera República criticó continuamente la falta de altura de miras de unos políticos que, en su opinión, solo miraban por sus intereses.

En esos años realiza su primer viaje al extranjero, a la Exposición Universal de París de 1867, y descubre a Dickens, de quien incluso se anima a traducir 'Aventuras de Pickwick'. También recupera la estabilidad familiar. Su hermano Domingo muere y la viuda, poco conforme con el panorama que le espera en Las Palmas, convence a dos de sus cuñadas para trasladarse a Madrid. Galdós se traslada con ellas al recién creado barrio de Salamanca. Será su cuñada quien financie la publicación de su primera novela, 'La fontana de oro', en 1870.

Amores

Este coro femenino será siempre el principal apoyo anímico y económico de Galdós, quien aunque mantuvo relaciones amorosas con varias mujeres siempre permaneció soltero. Algunos de sus biógrafos le definen como un mujeriego discreto, porque en realidad se conoce muy poco de su vida sentimental. Entre lo demostrado, se sabe que 1880 conoció a Lorenza Cabián, que posaba como modelo para Emilio Sala y José María Fellonera. Ella es, según los expertos, el alma de Fortunata y, sobre todo, la madre de la única hija del escritor, María. Cuando nace la niña, en 1891, Galdós también mantiene una relación con Emilia Pardo Bazán desde hace varios años y acaba de iniciar otra con la aspirante a actriz Concepción Morell.

Sin dejar las colaboraciones literarias, la Restauración le sorprende escribiendo a un ritmo frenético los diez primeros 'Episodios Nacionales'. Ya ha tomado conciencia de que la literatura ha de tener un fin didáctico y los libros son acogidos además con un gran éxito que, sin embargo, no mejora su siempre apurada situación económica. Él cree que su editor de toda la vida abusa de su contrato y, aconsejado por Antonio Maura, lleva la cuestión a los tribunales y gana el pleito para poder constituir su propia editorial.

En los años ochenta, el autor comienza a aproximarse al Partido Liberal de Práxedes Mateo Sagasta, que en 1886 le ofrece ser diputado por el distrito de Guayama, Puerto Rico. Acaba de morir Alfonso XII y él se reconoce más cercano al republicanismo, pero algún día querrá narrar esa época en sus 'Episodios' y hacerlo documentándose en el propio Congreso es una oportunidad que vale oro.

Siempre gozó de un gran prestigio literario entre los sectores liberales y progresistas, pero era duramente criticado por los conservadores, lo que dificultó su entrada en la Real Academia. Su candidatura fue promovida por primera vez en 1887, pero él declinó por considerar que la institución era demasiado conservadora. La siguiente ocasión surgió solo un año después y Juan Valera y Marcelino Menéndez Pelayo volvieron a proponerle con el apoyo de figuras como Emilio Castelar. Pero en contra estaban Cánovas del Castillo y Alejandro Pidal y Mon que, sin miedo al escándalo en los círculos literarios, castigaron sus posiciones laicas imponiendo la elección del latinista Francisco Commelerán.

Al cabo de un mes, volvió a quedar una vacante, pero esta vez, escarmentado por el escándalo que originó que tan pocos días antes le denegaran el sillón, prefirió declinar de nuevo la candidatura. En abril, hubo una nueva vacante y esta vez Cánovas del Castillo comunicó a Menéndez Pelayo que estaría dispuesto a permitir la entrada en la Academia de Galdós. Presionado en esta ocasión por amigos y enemigos, el autor canario finalmente aceptó presentar una candidatura que logró el voto unánime. Inmerso desde la publicación de 'La desheredada' en lo que él mismo «novelas españolas contemporáneas», tituló su discurso 'La sociedad presente como materia novelable'.

Pese a querer retratar la realidad de la crisis española, Galdós criticó el pesimismo de los autores de la generación del 98 mientras políticamente apoyaba la convergencia entre republicanos -con los que se presentó a las elecciones de 1907- y socialistas protagonizando mítines con Pablo Iglesias. Un posicionamiento que antes no le había impedido solicitar en París una entrevista a la destronada Isabel II ni que ella se la concediera.

Los últimos años de su vida estuvieron marcados por la progresiva pérdida de la vista que sin embargo no impidió que siguiera escribiendo y colaborando con la prensa gracias al tesón de uno de sus sobrinos y a la contratación de secretarios a los que dictaba los textos. Falleció a los 76 años, hoy hace un siglo, de uremia, poco después de la presentación de la estatua que por suscripción popular realizó Victorio Macho y que aún hoy permanece en los jardines de El Retiro.

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