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Esa libertad vacía

Viernes, 31 de octubre 2025, 11:06

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Aveces la violencia no tiene rostro, no tiene nombre, ni siquiera tiene una definición. Pero hay gente que está desnuda, pueblos enteros que están desnudos ... e imposibilitados para ejercer cualquier tipo de rebelión, gentes y pueblos invisibles que ni siquiera tienen contra quién rebelarse. Hay gente que respira en la atmósfera de la violencia, aunque no alcance a comprenderla, al igual que los peces que nada saben del agua que los mantiene con vida. La novela de la belga Jacqueline Harpman (1929-2012) es terriblemente perturbadora y violenta en cada una de sus páginas, en cada una de sus escenas, aunque el lector se olvide de ello, aunque el lector se identifique tanto con la protagonista que se deje llevar por el ímpetu instintivo de la búsqueda hasta perder la conciencia de la vulnerabilidad. Hay gentes y hay pueblos a los que se les ha despojado de todo, incluida la dignidad, y que, lejos de indagar sobre el sentido de sus vidas, dedican todos sus esfuerzos a la supervivencia. Cuarenta mujeres están encerradas en una cárcel subterránea, alimentadas y vigiladas por unos misteriosos guardianes que nunca hablan con ellas y que marcan las reglas a base de latigazos contra el suelo o contra los barrotes. Ellas no pueden quejarse, no pueden tocarse, no pueden llorar, y todo deben hacerlo a la vista, incluidas sus necesidades básicas. Todas han conocido, muchos años atrás, una vida en libertad, pero recordar es sufrir, así que no suelen hablar de ello. Hay una, la más joven, que llegó al sótano siendo muy niña y no tiene recuerdos más allá de aquel sórdido lugar al que no llega la luz del sol. Ella será la narradora protagonista. Un día suena una alarma y los guardianes desaparecen y as rejas quedan abiertas, así que salen al exterior. La joven sin pasado es la que asume el liderazgo. Se encuentra en una tierra desolada, sin construcciones, sin signos de vida humana o animal. Cargan sus mochilas con una buena cantidad de alimentos que toman de las despensas del sótano y emprenden un viaje sin ninguna otra referencia más que el sol. Durante meses y años avanzan sin destino y encuentran algún río y algún bosque y muchas cárceles subterráneas como aquella en la que ellas estuvieron, pero nadie parece haber tenido la suerte que tuvieron ellas. Lo que van descubriendo, no sólo no explica su circunstancia, sino que incrementa su desconcierto. En ocasiones la novela parece una teología de la resignación, en otras la expresión carnal de aquella deconstrucción filosófica de Descartes, 'pienso luego existo', pues la protagonista vive con la única verdad incuestionable de su pensamiento, lo que demuestra su existencia y le provoca la necesidad de buscar, de descubrir, de vivir. Las orillas de la libertad son de arena movediza o de agua que no se siente o de niebla que no se dispersa. La soledad es una forma de vivir sin tiempo. Ella, la mujer sin memoria del mundo, la mujer sin hombres, parece ser la única habitante definitiva del horror y del silencio. Novela hermosa y arrolladoramente inquietante.

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