Lucho era igual que un gigante de cuento salvo por la altura. Pero lo demás, lo tenía todo: un corpachón de andar bamboleante de marinero en tierra, una cabeza imponente y ceñuda, un mirar de refilón y una boca apretada que, de primeras, parecía dispuesta a tragarte de un bocado, pero que después, bondadosísimo al fin, como todo gigante, y más aún los gigantes bajitos, tan solo repartía sonrisas y besos y un torrente de bromas y de maravillosas historias, relatos inconcebibles y extraordinarios que desafiaban todas las leyes de la credibilidad y que, aún así, te creías, envuelto en la magia de sus palabras.
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Pocas veces, por no decir ninguna, he visto a un escritor que tuviera tanta continuidad en su vida real con su propia obra. Él mismo era su mejor personaje. Y esa vitalidad, esa luz, esa fuerza, ese candor de niño, es lo que hacía no sólo que fuera un escritor extraordinario, sino que también fuera una especie de piedra imán, un atrapa rayos solitarios, un aglutinador de almas dispersas. Tenía el don de la gente, de unirla, de movilizarla, de aglutinarla. En cuanto pasabas cerca de su persona, terminabas haciendo pelota con él y los demás. Por eso somos tantos los huérfanos, ahora.
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