Sin pecado, no hay pecador
Philip Larkin, uno de los poetas ingleses más aclamados del siglo XX, también escribió prosa y, de hecho, sus exploraciones en la novela nos dejan ... obras de una gran calidad narrativa como es el caso de 'Jill', su primera novela. Dedicada al escritor Edmund Crispin, amigo del autor, es una ficción sobre la búsqueda, el aprendizaje, el amor y la pérdida. Una narración de estilo poético, algo que yo, al menos, agradezco que se plantee también en textos de prosa, que comprende descripciones detalladas, líricas y hermosas que se echan de menos en parte de la literatura actual. Quizá se trate de una inquietud personal, una obsesión propia de mi forma de entender las palabras, pero cómo se cuenta una historia es tan importante como lo que se cuenta. Contenido y continente. Ambas deben ser uno para que el lector sienta la obra al completo. De otro modo, da la sensación de que algo falla, hay grietas, sombras que no dejan disfrutar igual la lectura.
Con ciertos tintes autobiográficos, Larkin nos narra la historia de John Kemp, un joven estudiante de clase humilde, que llega desde Lancashire a la ciudad universitaria de Oxford, donde cursará sus estudios durante los primeros años de la II Guerra Mundial. El chico, fuera de lugar, torpe, indeciso y con muchas dificultades para relacionarse, se inventa un romance con una chica sobre la que trazará una identidad alternativa, Jill, que, de forma paulatina, acaba convirtiéndose en una obsesión insana y autodestructiva. El amor como tabla de salvación, como amigo de soledades, como reafirmación y búsqueda de una identidad aún formándose tanto desde el punto de vista social como sexual.
Una novela intensa y profunda, cruel en ocasiones, a la vez que ingeniosa, que envuelve. ¿Cómo se consigue algo así? Creo que es tanto por su manera de describir un amor párvulo, inventado para sobrevivir, idealizado y engrandecido, como por su meticulosa ferocidad a la hora de representar los comportamientos sociales y las miserias de la sociedad de la época. Y todo ello construido, como he dicho antes, con un lirismo delicioso y de gran belleza. El autor, en el prólogo, nos pide tolerancia -«Espero que todavía tenga derecho a la indulgencia que tradicionalmente se concede a las obras juveniles»-, pero no era necesario. No se puede perdonar el pecado si este no existe.
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