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M. F. ANTUÑA
Domingo, 20 de marzo 2016, 01:29
Lo del amor a la música le venía de serie. Su padre, guitarrista de Cuélebre y de varias orquestas, le inspiró la querencia por las seis cuerdas, pero las circunstancias del rock and roll hicieron que más pronto que tarde se redujeran a cuatro. Cuando era un todavía un adolescente que vivía en el edificio del Alsa de Oviedo y frecuentaba el Otero para visitar a su abuela conoció a Javi Ramos y con él fundó su primera banda, Viernes 13. Ramos era guitarrista y Alejandro Blanco, Jandro, Jandrín (Oviedo, 1972-2016) se pasó al bajo. Y se convirtió en bajista convencido, sin concesiones y para siempre. De los buenos. «Era bajista puro y duro, él solía bromear diciendo que los guitarristas tocaban alambres», recuerda su amigo Rubén Mol, con el que coincidió en un buen número de bandas.
Las cuerdas del bajo son más gruesas, «son de paisano», decía él. Y de ellas extrajo rock and roll a raudales el hijo de José Manuel y Mari Carmen. De su padre heredó también el Espina que le acompañaría en una peripecia musical y vital que transitó por los caminos del rock, y también de la electrónica, el sonido y los bares. Estudió FP en la rama electrónica en Cerdeño y se convirtió en un manitas siempre dispuesto a arreglar una mesa, un amplificador o cualquier artilugio. Era una de sus pasiones la electrónica, que le vino de cine para forjar su doble vida como técnico de sonido y músico, que a eso dedicó fundamentalmente sus días, aunque también sirvió muchas cervezas en el Armónica Blues Bar, el local de la calle de Martínez Vigil que regentaba Irene, su mujer, y que abandonaron al poco de nacer su hija Carmen, que hoy tiene once años.
Jandrín tuvo muchas bandas y se fraguó un repertorio de amigos vinculados al mundo de la música de un tamaño descomunal. Porque más allá de tocar con Malas Compañías, con Los Ruidos, con Amateurs, con Kashmir, con Dr. Lecter, con Silence Club o con Michael Lee Wolf, era el tipo siempre dispuesto a pagar a la ronda, a ayudar en una mudanza o a renunciar a un bocata de tortilla chorizo para aplacar la borrachera de un amigo. «Era un fuera de serie, como músico, como técnico y como colega, siempre estaba para lo que le pidieras y nunca te dejaba pagar una puta copa», afirma Wilón DeCalle, batería de The Electric Buffalo, la banda de rock americano a la que se unió en 2007 y con la que publicó dos álbumes, el último de los cuales -'Keepin' it Warm'- se presentará el viernes próximo en Oviedo en un concierto en el que siete bajistas ocuparán el lugar que dejó vacante para acompañar a Wilón y Álvaro Bárcena.
Fue Wilón quien se zampó aquel bocata de tortilla de chorizo que hoy le deja un regusto amargo y le provoca un nudo en la garganta al hacerlo verbo. Y eso que el batería de The Electric Buffalo, como todos sus amigos, tratan de aplicar la filosofía de la que Jandro era un maestro para pasar el trance. «Tengo que hacer muchos esfuerzos para recordar algún momento en que no estuviera riéndose», dice Rafa Kas, con quien coincidió, junto a Rubén Mol, en el Centro de Música Joven Pedro Bastarrica de Oviedo y en la banda de versiones Los Perrylobos. «Era un tío alegre, positivo, que tenía solución para todo. No tenía enemigos, iba de frente, no se andaba con rodeos», concluye Rubén Mol.
Tuvieron vidas musicales paralelas Mol, Kas y Espina. Coincidieron en bandas y aunque cuando Kas dejó Ilegales fue precisamente cuando Espina llegó como bajista al proyecto de Jorge Martínez allá por 1994, se vieron las caras los tres en el taller de músicos de Oviedo entre 1999 y 2002. Allí Alejandro se convirtió en maestro de bajistas, pero la empresa de sonido que montó con el nombre de Espina y su trabajo con Ilegales le obligaron a decir adiós a la docencia. Dedicó muchas horas a sonorizar conciertos de pequeño y medio formato y también otros espectáculos como veladas de boxeo. «Le contrataban mucho en Cimadevilla, y cada vez que venía me llamaba: 'Rafa, baja a tomar conmigo el vermú, que estoy sonorizando a una banda de hippies», rememora Kas, que lo define como un «tipo encantador en todos los sentidos».
Cafetero -arrancaba el día con un par de cortados-, cervecero -de los de Mahou-, era un bajista sólido, «un privilegio» para cualquier banda, un instrumentista con «un poso musical» que marcaba la diferencia en los directos y con «unos dedazos con los que podía doblar el mástil de un bajo». Estos días su nombre suena a blues. Su muerte de un infarto en La Corredoria con solo 45 años ha inundado de tristeza a los músicos asturianos, que saben que la banda sonora de su vida sonó rockera, cañera, generosa, risueña y feliz.
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