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Sopas contra el frío invernal

Sopas contra el frío invernal

Su excepcional variedad, interclasismo y universalismo incluye las aristocráticas sopas a la sevigné o a la reine, las transparentes con garbanzo huérfano de ‘El Buscón’, la casi mítica de tortuga, las exóticas de aleta de tiburón o nido de golondrina...

luis antonio alías

Lunes, 12 de enero 2015, 22:08

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La sopa nació con la cocción de alimentos. Tan lógica afirmación testimonia su papel sustantivo en el proceso de la civilización humana. La caza, las hierbas y las verduras recolectadas, al tiempo que ablandaban y tornaban más apetitosa y asimilable la ingesta, depositaban en el agua bullente grasas y sales minerales; odres de piel y ollas de barro contuvieron las dos primeras e interrelacionadas especialidades gastronómicas: el potaje y el caldo.

Presentes ininterrumpidamente en todas las culturas y geografías del mundo, citadas en las tablillas sumerias y los jeroglíficos egipcios, merecedoras de protagonismos y recetarios en Roma o China, iconos pop al reproducir Andy Warhol el bote de Campbell, llamarlas calientes parece redundancia: las frías, a las que este verano dedicamos capítulo, no son con exactitud ni caldos, punto de partida, ni consomés, punto intermedio, ni sopas, punto de llegada, sino cremas, purés finos, papillas, gachas, fariñes... Otra cosa.

La sopa caliente salva las heladas. O las hambres punzantes y menesterosas, que otra función histórica de la sopa, alimentar calmando los ayunos forzados a costo bajo e imaginación alta, produjo el ingenioso y aleccionador cuento de la sopa de piedra. Y la triste realidad de la sopa boba, aún no hace tanto repartida por conventos y asociaciones de caridad entre los indigentes y de la que ahora, de forma figurada, muchos quieren vivir.

Su excepcional variedad, interclasismo y universalismo incluye las aristocráticas sopas a la sevigné o a la reine, las transparentes con garbanzo huérfano de El Buscón, la casi mítica de tortuga, las exóticas de aleta de tiburón o nido de golondrina...

Asturias siempre gustó de las sopas dado que siempre gustó de los potes. La costa borda las de pescado, antaño para sacar los últimos provechos de cabezas, espinas y sobras, hogaño recargadas de las mejores tajadas y mariscos con el pixín ostentando el cetro que antes poseía la merluza. Costa e interior comparten las de hígado y las de matanza con alegrías de pimentón. Las de pan reúnen doble consideración, que las rebanadas en corte de caldo reciben el nombre de sopas, y enriquecen caldos de leche, de manteca, de natas, engordados con harinas de centeno, escanda o maíz. Y las de ajo domeñan los mendrugos, preservan de aojamientos y ponen fin al recibimiento del nuevo año.

Los potes de berzas y los cocidos de garbanzos solían recargarse de agua para aprovechar y alargar las subsistencias; con frecuencia, disfrutados legumbres y compangos al mediodía, quedaba para la noche el consuelo de las respectivas sopas.

Las de gallina se reservaban para convalecencias, que curaban por igual resfriados o los males entonces sin diagnósticos: Day un caldu de pita / y baxará la fiebre /de to probe güelina, dice en un verso el poeta y doctor Antonio García Oliveros.

Los fideos, estrellinas y caracolas, trigo duro nadador, aparecieron a finales del siglo XIX, aunque ningún añadido competía en atractivo con los curruscos de pan fritos: las madres debían vigilar que los pequeños, poco soperos pero apasionadamente currusqueros, agotaran los crujientes, dorados y reservados cuadraditos.

Estas sopas que nos elaboran y explican presiden los inviernos asturianos y continuarán proporcionándonos las bondades apuntadas por los clásicos: Siete virtudes tienen las sopas, quitan el hambre y dan sed poca. Hacen dormir y digerir. Nunca enfadan, siempre agradan, y crían la cara colorada.

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