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Luis Antonio Alías
Jueves, 5 de febrero 2015, 18:20
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No visitábamos el Palermo tapiego, igual de marinero y soleado que el siciliano por mucho que afuera llueva, desde que Alfonso, su chef y propietario, regresara de Buenos Aires.
Ir o regresar al Plata es cosa corriente en Tapia desde hace ciento cincuenta años, sobre todo ir, que no sólo su capital tiene descendientes tapiegos:los hay desde Misiones a Tierra del Fuego junto con asturianos de los setenta y ocho concejos.
Ellos pusieron la mitad del incuestionable éxito de Alfonso allá. La otra mitad la puso el propio Alfonso cuando el año pasado representó al Principado en la I Semana Gastronómica Española, una aventura de complicado inicio por las trabas burocráticas para llevar fabes, verdinas, quesos, chorizos, morcillas y otros ingredientes imposibles de encontrar por la república hermana.
En justicia, más que mitad puso mitad y media: cargó maletas con productos lariegos incluido Cabrales que es valentía, se enfrentó a las prohibiciones de importación aduanera, movilizó a la Embajada de España y, finalmente, preparó fabadas, verdinas, carnes roxas en punto leve, pescados a la sidra y otros raigaños despertadores de recuerdos, nostalgias, emociones y también dado el cosmopolistismo bonaerense descubrimientos.
«Cocinaba en el barrio de Palermo, una casualidad divertida, mi modesto Palermo en aquel otro Palermo enorme lleno de parques, villas, grandes edificios, bosques y muelles, y con una clase pudiente acostumbrada a una enorme oferta culinaria de mayoritario contenido italiano».
Superados los inconvenientes del traslado, y desde que se puso el toque y el uniforme en el famoso restaurante Hernán Gipponi, las reservas superaron las disponibilidades y la presencia de la fabada asturiana tal cual, con granxa y compangu, trajo reencuentrons inolvidables con sabores perdidos hace cuarenta, cincuenta, sesenta y más años.
«Había clientes que entraban en la cocina a saludarme, a abrazarme, a decir que así las preparaba su madre o su abuela, a traerme regalos que me costaba entender; una fabada y un Cabrales, lo supe, lo ví y lo viví en Buenos Aires, pueden emocionar hasta las lágrimas» recuerda.
Y ya de vuelta, dejando un país que crece y se hunde en una difícilmente explicable ola perpetua a otro que por ahora sólo parece hundirse, sigue luchando por la casa, afrontando una crisis que sopla con mayor fuerza hacia el Occidente, proponiendo menús cerrados el económico, el de fin de semana, el gastronómico, ofertas fuera de carta y tapas y pinchos según manda el prestigioso sello personal: potaje de vigilia con bacalao; bugre a la sidra; langosta al lemon-grass; empanada de atún rojo y guacamole; lenguado asado con verduras y ajilimoji; fabas con merluza en salsa verde, fideuá cantábrica; merluza de Celeiro en escabeche de sidra; rodaballo con los tiernos cachelos de la comarca; arroz de bahía; rabo de vaca y seta de cardo; cocochas con risotto de champiñones y gomasio; láminas de presa en romescu y migas de chorizo; paletilla de cabrito, asadillo de pimientos y quesos... ¿Y qué postre? El helado de requesón con coulis de frambuesa y remolacha cristal pone la banderita en la cumbre.
Alfonso es una ineludible referencia de la mejor cocina asturiana. Ineludible por méritos exclusivamente propios, y también por hijo de José Manuel, el fundador y maestro, y hermano de Pepe, el hostelero en permanente creación de establecimientos y ofertas. Luego el aludido sello Santiago existe y se hace palpable en el elegante y airoso comedor arropado de madera, en las sugerencias del anfitrión y en la satisfacción que nos acompañará al bajar hacia el puerto, la isla del faro o la playa, partes del peregrino Camino de Santiago, con los sabores sacados del paisaje repicándonos dentro.
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