Restaurante Tresali (Argüeru)

Fueron Trinidad y Francisco, los bisabuelos, quienes abrieron el primer bar/tienda de la comarca mariñana. Una necesidad -más rogada que pedida- por los diseminados vecinos (agricultores, ganaderos, pescadores, azabacheros) obligados a desplazarse en xarré hacia Gijón o Villaviciosa así les faltara aceite, vino, clavos o jabón. África, su hija, lo mantuvo y agrandó mientras recibía a las primeras familias de veraneantes y los merenderos próximos cobraban vida. Después, por ley de sucesión, tomó el relevo Esperanza, ya felizmente jubilada, que tuvo en Eva una hija comprometida y entusiasmada con el crecimiento del legado, de comercio y chigre a casona amplia y noble: el recién llegado no deja de admirar su estilo nobiliario de hacendado o indiano del XIX que une tres cuerpos y armoniza columnas, pilastras y pies derechos por apoyo bajo grandes galerías acristaladas, solana y cinco buhardillas. Piedra, ladrillo y madera delimitan espacios claros y luminosos para huéspedes de hotel y/o de comedor, y la panera suma espíritu y complejidad de quintana. Alrededor y amplio, el práu ascendido a jardín pone el marco que una pomarada prolonga con manzanos de la variedad tresali, de ahí el nombre.

Sobre la mesa de ajuar escrupuloso desfilan unas tiernísimas croquetas de jamón, un intenso salteado de pulpo y arroz negro, unos supremos salmonetes de Tazones fritos, una carrillera de ternera que llena el paladar de fuerza y delicadeza, un lomo bajo de txogitxu al punto, y unos postres que redondean la faena y nos hacen pensar en que el diestro merece salir a hombros.

¿Qué diestro? Mejor dicho dos diestros sobradamente conocidos por Yantar: Luis, que llega de El Desembarco de Villaviciosa, un adelantado de la villa maliaya, y Marcos, que lo hace del gijonés Dossoles, igualmente parte del equipo de los amantes del producto de proximidad, de la tradición renovada, y de la capacidad de extremar osadías sin forzar naturalidad alguna. Véanse (y especialmente pruébense) el tartar con piparra crujiente, el semiguiso de setas en su jugo con yema, los fritos de pixín o bacalao, el salteado de pulpo y los cogollos con bocarte, pimientos y queso que añaden agradables crujidos a su transporte.

Y los arroces marineros, los pescados diarios de la rula que atendió y proveyó a un Carlos I recién desembarcado, o si toca, un pote y unos callos al Ramillete del ama de Casa y, sin embargo, un punto rebeldes.

El café y copa en mesa de sombrilla sobre el césped (cuando la visita) perfumado a tierra por una breve tormenta de verano, crean indecisiones. ¿Quedamos si hay habitación libre? Siempre la mejor gastronomía predispone a siestas o pernoctas felices.

Y el saltu La Mexona o la playa de Merón a un paso.

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