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Jueves, 13 de septiembre 2018, 13:34
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En el comienzo de la avenida del Llano, que acaba de cumplir veinticinco años como eje modernizador de un extrarradio que ahora es propio de metrópoli desarrollada, y no hace tanto concentraba talleres desvencijados y chabola miserables, la sidrería El Museo no pasa desapercibida. La techada terraza, el destacado frontal, las mesas del porche, la larga barra, la sala posterior y el gran comedor bajo los peldaños combinan apliques de piedra, pinturas de color abero y teja, arcos tallados de granito, fotos del viejo Gijón, esculturas de don Quijote y Sancho Panza o de dos aldeanas con cántaros:el espacio posee amplitud para buscar la intimidad o para acordar una reunión de antiguos alumnos o de equipo deportivo al completo.
La vida de José Manuel, el fundador y dueño, ha sido de trabajo continuo, y ahora recogería los justos frutos si ese trabajo, precisamente, no continuara siendo su más poderosa razón:quienes nacimos para vagonetas aunque la necesidad y la realidad nos impidan ejercer, sentimos admiración hacia personas así.
Dirección: Avenida del Llano, 22. Gijón.
Teléfono: 985 15 16 14.
Dueño: José Manuel Pombo Casal.
COCINA: Mónica Cristina Lapadat y Vanesa Gonzáles
Sala: Gabriel Álvarez Llera 'Gabi'
APERTURA: 2002.
Descanso: ningún día
Menú laborables: 9,50 euros
Menú finde: 14 (sábado)y 15 (domingo).
Media por comensal: 45 euros
Nacido en Carballo de La Coruña, pasó a gijonés de niño cuando su padre, tras ahorrar un capitalito como emigrante por las promisiones suizas, eligió la villa de Jovellanos con el fin de montar un bar merendero que los fines de semana añadiera orquesta y baile. Tal iniciativa, los Rosales, dejó un amplio recuerdo y, cumplido su ciclo, cedió el emplazamiento para la instalación de la principal discoteca de la movida gijonesa: el Tik.
José Manuel tuvo siempre el emprendimiento hostelero en casa:al de su padre añadamos que su madre pasó década y media en la Sidrería Pardo, tan prestigiosa ayer y hoy tristemente cerrada y oxidada. Sin embargo trabajó antes en un obrador de pastelería y durante el servicio militar ejerció de cocinero al que felicitaban por su capacidad para hacer, con sota, caballo y rey, barajas completas de sabores.
Llegada la hora del negocio propio, abrió primero una tienda de chucherías y frutos secos, luego el café Imperial dos números después, y esperó a que quedaran libres los locales interpuestos para, con el Museo, dar de comer al hambriento y de beber al sediento controlando precios, no calidades y abundancias.
Con Mónica Cristina guisando, y Gabi sirviendo, los años transcurren, las crisis se capean, y no faltan los suficientes comensales para esperar la jubilación sin prisas, que los comensales llenan la salvaguardada terraza, y ocupan mesas interiores para darle a la cuchara, el tenedor, el barquito de pan y –si corresponde- los déos: pimientos rellenos de bacalao, setas al cabrales, pulpo a la gallega, carrilleras, parrilladas de carne con vacuno y cerdo, cochinillo, paletilla de cordero, merluza a la cazuela, bacalao con pisto, parrilladas de pescados o mixtas de marico, arroz con bugre, arroz caldoso con calamares y almejas, arroz con pulpo… Y una fabada superlativa que entraba en la variada selección del menú de la casa.
Tras tantos museos inaugurados en las últimas décadas con temas y colecciones de interés y valor muy dispar, algunos resultan bastante menos aconsejables que este al que nos estamos refiriendo.
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