AUTOR. El cura de Ribadesella muestra el libro en el que se recoge la historia del dialecto que utilizaban los zapateros de Pimiango. / S. S. M
Oriente

Un remiendo a la jerga

Eugenio Campandegui publica un libro con el vocabulario y la historia del habla gremial de los zapateros de Pimiango

IKER CORTÉS

Domingo, 9 de marzo 2008, 02:50

Fue un encargo, pero el párroco de Ribadesella, Eugenio Campandegui, enseguida lo sintió como suyo. 'El Mansolea: una jerga gremial de los zapateros ambulantes de Pimiango', libro publicado esta semana, muestra su entusiasmo por esta jerga «inventada por los zapateros para entenderse entre ellos sin que los demás los entendieran». No era la primera vez que Campandegui llevaba a las páginas de un libro este tema. «Hace unos años, varios autores, entre los que me encontraba yo, hicimos un libro sobre jergas», comenta. Así, junto a sus textos sobre el Mansolea, podían encontrarse otros, por ejemplo, sobre el lenguaje que utilizaban los tejeros de Llanes -del que, por cierto, también se ha publicado estos días un diccionario-.

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El Ayuntamiento de Ribadedeva se puso en contacto con Campandegui y solicitó un librito separado sobre el Mansolea. Inmediatamente, se puso manos a la obra con la investigación y lo primero que hizo fue acudir a la biblioteca. Ahí dio con una tesina del profesor de la Universidad de Oviedo Francisco González: «Trataba el aspecto más gramatical y a mí me interesaba más recoger el vocabulario», explica Campandegui. Así que se acercó a los ancianos del pueblo, algunos de ellos contaban más de cien años y otras tantas historias. Dice el párroco que «tienen buena memoria y se acuerdan de las palabras». De hecho, el libro, que ha salido con una tirada de quinientos ejemplares, cuenta con un diccionario de más de trescientos términos.

Historia

Pero más allá de las expresiones, el volumen también refleja la historia de estos zapateros. Cuenta la leyenda que los de Pimiango se dedicaban principalmente a la ganadería y a la mar. Una galerna dejó sin hombres al pueblo, que juró no volver a salir a la caza y captura de los peces y dedicarse a otros menesteres menos peligrosos. Fue allá por el siglo XVI cuando unos señores de Noreña se instalaron en un palacio de la localidad ribadedense. Acostumbrados como estaban al curtido de pieles, los de Noreña mostraron su sabiduría a los hombres de la zona que comenzaron a hacer zapatos en invierno para salir en verano a venderlos por los pueblos.

«Se desplazaban a las vascongadas, Burgos, León, Galicia...». Quizá ésta sea la razón por la que muchas de las palabras que utilizaban estaban tan íntimamente ligadas al euskera. Sucede, por ejemplo, con 'Sagardua', que es 'sidra', y con 'Txakurra', que significa 'perro'. Puede que sea porque esta jerga ayudaba a aliviar tensiones sin ser oído, pero lo cierto es que los zapateros de Pimiango vivieron momentos de gran esplendor. Tal y como cuenta Campandegui, durante la guerra carlista «eran de lo más necesarios». ¿La razón? Las riendas de los caballos, las botas, las protecciones... Todos estos elementos estaban fabricados en piel y se estropeaban con frecuencia, con la consiguiente llamada al zapatero remendón.

Falso cura

«La gran ilusión de algunos de ellos -asegura el párroco- era ahorrar para marcharse a hacer las américas y cuando comenzaron las migraciones en Asturias, muchos de los que llegaron al continente americano eran zapateros». Atrás quedan anécdotas increíbles, como la del zapatero José Cué que hospedaba en su casa al cura. «Un buen día -cuenta-, cogió la sotana y se fue a Tresviso, a sabiendas de que no tenían sacerdote». Una vez allí, comentó a los vecinos que había sido mandado por el arzobispado para ser su párroco. Hasta cinco años se mantuvo en el cargo a base de picaresca y un poquito de morro. «Cobraba en cabras que luego vendía por dinero». Pero alguien lo reconoció y lo denunció. Cuando llegó a oídos de Oviedo, se envió un emisario del Obispo que le prohibió seguir adelante, «pero no le castigaron porque el pueblo estaba a favor del zapatero». Para solucionarlo, tuvieron que poner al día todas las bodas, bautizos y confirmaciones con las que el falso cura se había atrevido, por aquello de la posible nulidad.

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Las cosas, sin embargo, han cambiado mucho. En Pimiango ya no queda ningún zapatero -«el último se jubiló este mismo año», recuerda Campandegui-. Eso sí, la jerga permanece. «Creo que no hemos perdido nada porque los ancianos lo recordaban» y se ha fijado a tiempo. En este sentido, el párroco describe esta peculiar habla como «una lengua muerta» que, eso sí, «los jóvenes están aprendiendo otra vez y ya la usan con su grupo de amistades».

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