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E. MONTES
Domingo, 8 de febrero 2015, 00:41
Para la historia, para los índices, para el estudio, José Marcelino Díez Canteli será siempre el arquitecto gijonés de la Universidad Laboral, el jefe de obra de la construcción más grandiosa que se haya hecho y el hacedor de la Granja de Lloreda. Siempre vivió Pepe Canteli, hasta el pasado miércoles, con esa medalla colgada del cuello. La mayor parte del tiempo, brillante. En ocasiones, pesada. Y no tanto por su gloria como por la sombra que proyectó sobre toda una vida profesional nacida de su mano, en plena treintena, con el premio fin de carrera bajo el brazo y enmarcada en aquel magno proyecto.
Cuentan que fue elegido para aquella aventura arquitectónica por su formación clasicista, por su rigurosidad, por su honradez intelectual... Pero, siendo ciertas, todas ellas no eran más que proyecciones profesionales de un carácter que forjó toda una vida y que nunca permitió cesión alguna a las tentaciones económicas ni a las veleidades constructivas. Por eso, recién terminada su participación en la Universidad Laboral, no se dejó arrastrar por el desarrollismo gijonés de los años sesenta, que aborrecía profundamente, y que hace que su presencia en la vida urbana sea mucho menos notoria que la de otros compañeros de su generación y posteriores. El edificio del número 11 de la calle de Menéndez Valdés, la iglesia de Santa Eulalia de Cabueñes, la vieja cafetería Auseva, el Club de Tenis o el pabellón de Cruz Roja son las escasas muestras gijonesas de un hombre que está considerado por su gremio como uno de los mejores arquitectos del siglo XX.
Producto de mil pasiones
Tal vez porque uno nunca es el resultado de una sola cosa, Pepe Canteli ponía al servicio del lápiz una intensísima pasión. Una pasión conformada no sólo por sus maestros de la escuela de Barcelona ni por sus estudios arquitectónicos ni por lo vocacionalmente entregado que vivía a su trabajo. Una pasión conformada, posiblemente en su raíz, por una inmensa curiosidad por todo, aquélla que le convertía en un intelectual, en un hombre culto y excelente conversador.
Sereno, honrado, ético, discreto y en perfecta armonía consigo mismo, José Marcelino Díez Canteli fue perdiendo con el tiempo el segundo nombre y el primer apellido, hasta ser conocido en la cercanía como Pepe Canteli, un hombre de buenos y ya escasos, por el paso del tiempo, amigos, que no necesitaba grandes cosas para ser feliz: su esposa, su música, sus libros y sus hijos.
En los últimos tiempos de sus 96 años apenas salía de casa. No porque no pudiera, sino porque todo lo que quería estaba allí dentro. De la mano de su adoraba Mercedes, de quien vivió enamorado toda su vida y con la que no precisaba más que su mano tomada entre las suyas para ver la televisión entre los pliegues del tiempo. Casi 70 años compartiendo una vida sembrada con mil capítulos. Unos, juveniles, como su afición a la pesca con mosca seca, la caza o el golf. Otros, maduros, como sus escapadas a Inglaterra, su camaradería con Celso García y Mariano Marín o la pintura al óleo y otros eternos, como su profunda religiosidad, su creencia máxima en que sus habilidades humanas procedían de un bien mayor divino y con la que cumplió aplicando las revolucionarias aportaciones del Concilio Vaticano II, cuando Juan XXIII decidió la celebración de la misa de cara a los feligreses, lo que motivó la introducción de cambios en los altares, que él llevó a cabo con la misma entrega que dirigía la Laboral.
Y el tiempo respetó lo que él más respetaba: su cerebro. En plena lucidez de 96 años, su más reciente regalo de Reyes fue un libro de física cuántica que los Magos dejaron en casa de su hijo Vicente. Lo leía igual que escuchaba a Glenn Miller, aunque no bailara, o disfrutaba, absorto, de Bethoven o Stravinski. Todo su mundo, incluidos sus hijos Vicente, Luis y Alejandro, estaba en aquella casa donde se despidió armoniosamente de una vida que, hasta el final, se portó bien con él.
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