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Recorte de prensa que relatan los daños provocados por el temporal en 1925.
Tempestad  tras el Antroxu

Tempestad tras el Antroxu

Parte de la rampa de la Pescadería se hundió bajo tierra aquel 26 de enero y el balneario de Las Carolinas perdió varios tirantes de hierro

ARANTXA MARGOLLES

Jueves, 2 de marzo 2017, 01:32

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El Antroxu había estado triste en Gijón, tanto como los Carnavales lo estuvieron en el resto de España: con el cielo amenazando tormenta, solo las animosas comparsas del 'Camelote du Parnet' y las estudiadísimas coplas del 'difuntu Castañón' -uno de los personajes más populares del Antroxu de principios de siglo, nombrado así de puro flaco y que, en 1925, iba disfrazado de doctor- consiguieron alegrar un poco el ambiente. Pero la tristeza flotaba en un viento revuelto, tenso, a punto de estallar y, sin embargo, respetuoso con las tradiciones: aguardó hasta la madrugada del 25 de febrero, una vez superado el Martes de Carnaval, para mostrar su enfado.

Aquella noche, cuando comenzó todo, el mar enfureció, dispuesto a llevarse consigo las trabas que la mano humana le había interpuesto. Cizañado por el viento de la tormenta, a eso de las cuatro de la mañana, prorrumpió en enormes olas que, a golpes contra el Muro, consiguieron destrozarlo como nunca antes lo habían hecho (y había habido muchos precedentes en los catorce años de historia del de San Lorenzo). «El oleaje», tituló EL COMERCIO el día 26, «rompiendo violentamente contra el Muro de San Lorenzo, produjo nuevos e importantes destrozos en el botaolas, pavimento y balaustrada».

En efecto, gran parte del botaolas del Muro se desmoronó hacia la arena de la playa, llevándose consigo gran parte del granito de la acera y creando un enorme boquete que, en los siguientes días, generaría un tremendo problema de seguridad. No pocos curiosos -¡en una época en la que no había cámaras de fotos, ni vídeos en directo ni Facebook donde incrustarlos!- se acercarían los días siguientes, en los que se recrudeció aún más si cabe el temporal, a contemplar los desperfectos y admirar las olas: el día 26, una montaña de agua de quince metros de altura se estrelló contra una casa esquinera entre Eladio Carreño y Ezcurdia y, con ello, tiró también a un grupo de curiosos que, afortunadamente, apenas si se llevaron unos cuantos raspones en las rodillas, un buen remojón y un más que posible resfriado.

Daños en Las Carolinas

Pudo haber sido más, porque aquella tarde el viento arreció y los golpes de mar arrancaron de cuajo los bloques de piedra que servían de base a las nuevas farolas del Muro, se ensanchó la brecha en la tierra frente a las casas de Veronda, que se había iniciado el día anterior, y los desperfectos en el botaolas alcanzaron una extensión de trescientos metros. Y más: la rampa de la Pescadería se hundió bajo la tierra, en parte, y poco más allá, el balneario de Las Carolinas perdió muchos de los tirantes de hierro que sujetaban su estructura mientras numeroso público se solazaba en las proximidades de la catástrofe.

Al día siguiente, para tristeza de los curiosos, brilló el sol. Pero lo peor estaba por ocurrir. Fue la traca final. El día 27, después de escasas horas de tregua en las que los funcionarios municipales aprovecharon para desescombrar la zona destrozada, un aire plomizo, iniciado cuando comenzaba a oscurecer, predijo lo que estaba por ocurrir. A medianoche, el mar rugía ya de nuevo y un bote atado en la ensenada formada por la dársena, frente a la Rula, único modo de sustento de la familia del pobre Emilio Fernández, un pescador del barrio alto, se estrelló, impulsado por el oleaje, contra un muro. No quedó rastro. Aquello, visto y no visto, fue el canto de sirena que atrajo a la tempestad. Las olas se batieron en furiosa batalla toda la noche, ante la mirada impotente de los vecinos. Destrozaron el muro de contención de la playa de Aboño, levantaron de cuajo las vías del tren del ferrocarril de Carreño y, cuando el temblor del suelo hacía ya temer que todo -edificios, buques, casas, árboles y cimientos y, por extensión, todo lo que mereciera la pena conservar- sucumbiera bajo la tempestad, el tiempo amainó, dejando paso a la calma chicha bajo la cual los gijoneses pudieron, por fin, contemplar todo lo que había ocurrido. Y no fue cosa agradable. Si los trabajos de recuperación del Muro y la Pescadería se prolongaron durante meses, llevándose gran parte de los presupuestos del Ayuntamiento, aun peor suerte pudo haber corrido el 'Araya Mendi', el buque vizcaíno que estuvo a punto de hundirse al intentar fondear en El Musel sin éxito, claro. Muchos de los vecinos de la calle Ezcurdia sufrieron severas inundaciones en sus casas.

Colecta por el pescador

No pocos heridos pasaron por la Casa de Socorro (a José Antonio Prieto, de doce años, se le cayó un trozo de cristal que venía al vuelo, impulsado por la tormenta, en la cabeza) y, en Cimavilla, al menos una familia, pero muy numerosa, se quedó sin sustento: la tragedia del pescador Fernández, aunque aliviada por la colecta de fondos que sus vecinos impulsaron nada más remitido el temporal, da buena cuenta de que las catástrofes, negativas para todos, lo son especialmente cuando el dinero escasea. Tendrían, por desgracia, oportunidades de sobra los gijoneses para seguir aprendiendo esa valiosa lección: las olas volvieron a romper en pedazos el Muro en 1935 -65 metros de escombros entre las calles del General Riego (hoy, de La Playa) y Premio Real, batieron el récord de 1925-, en 1947 y, sobre todo, en 1957.

En aquella ocasión, coincidiendo trágicamente con el Día de los Enamorados, el temporal abrió un boquete de quince metros en el Muro, convirtiendo en escombros la escalera 11 y cobrándose, además una vida humana: la de Rafael Gregorio, un bebé al que su abuela, desesperadamente, trataba de proteger del desprendimiento de escombros de su mísera casa en Canga Argüelles. Las algaradas de Nuberu, pocas veces simpáticas, llegaron a su summum aquel 14 de febrero de hace ahora 60 años y nunca se han vuelto a repetir, cuanto menos, con la misma gravedad. Por fortuna.

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