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PABLO SUÁREZ
Sábado, 20 de abril 2019, 10:19
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Apenas habían dado las nueve de la mañana en Campo Valdés cuando los cofrades, vestidos con verdugos y capirotes comenzaron la marcha. La de la Soledad de María es una procesión especial, distinta. El silencio durante todo el recorrido apenas es roto por los rosarios y el replique de los bastones contra el pavimento. El ambiente impone y se refleja en las caras emocionadas de los devotos más madrugadores. El primer paso que hizo su salida desde la iglesia de San Pedro fue el de San Juan Evangelista, decorado en tonos rojizos y rodeado, como no podía ser de otra manera, de flores.
Minutos después hacía lo propio el de la Virgen de la Soledad, portadora de un manto azul marino con exquisito bordado. Tal y como manda la tradición, ambos pasos se encontraron, cara a cara, a pocos metros de la iglesia de la Soledad, en Cimavilla, para entonces rodeada ya de fieles.
La Virgen de la Soledad es la imagen más ligada a la tradición marinera, venerada en el barrio alto de la ciudad hasta el punto de que, a su paso por las calles, fueron multitud los vecinos que, asomados a sus ventanas, contemplaron su marcha. Con ritmo constante y el incienso en el ambiente, los costaleros fueron portando ambas tallas hasta el final del recorrido. No hubo lluvia, el peor de los imprevistos y del que el año pasado la procesión se había salvado por poco. La alegría de cofrades y devotos fue completa.
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