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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 7 de noviembre 2021, 13:06
Sin que eso determinara ni su biografía ni su carácter, lo cierto es que la infancia de Lydia Santamarina (Oviedo, 1959) vino marcada por su ... condición, un tanto insólita en el barrio de Ventanielles en aquella época, de ser hija única. Las circunstancias sociales, de aquella zona humilde y bulliciosa por entonces, y de su propia familia, que tampoco era ajena a esos condicionantes, tuvo sin embargo su contrapunto en el interés y cuidado que pusieron siempre sus padres en su educación, el deseo de que estudiara una carrera universitaria y conseguir que tuviera las herramientas para que en su vida fuera ella exactamente quien llevara las riendas.
A veces no es cierto que pase el tiempo por igual: los años transcurridos siguen su dinámica, pero en el rostro de Lydia sigue viva la niña de los calcetines de perlé de domingo en el Campo San Francisco, la del uniforme escolar con corbatita, la que corrió a hacerse socia de la biblioteca infantil. Esa luz y ese brillo permanece en los rasgos de su cara, en el fondo de los ojos oscuros, en las cejas que cobijan la mirada que nunca se cansa de interrogar, de investigar, de aprender. Hay algo de juego en su forma de sonreír detrás de los labios, de complicidad, como si las travesuras con las que tal vez nunca volvió locos a los suyos de niña, esperaran el momento exacto para manifestarse, para dar paso a la broma, o a la ocurrencia gozosa de un duende burlón y saltarín.
Y así, los años se suman uno a otro, y los calendarios cubren los días en su necesidad de hacerse hueco para que la niña se haga adolescente y estudie el bachillerato en el instituto de San Lázaro en Oviedo y descubra no solo las declinaciones del latín: también el mundo, y la desigualdad y las contradicciones, y de la mano de inolvidables profesores le nazca también el compromiso y se le asienten las ideas. El tiempo para la universidad, para estudiar Historia, para enamorarse del Arte, para mantener intacta la pasión por el aprendizaje. También ese espacio para empezar la vida laboral en un momento único, el de la creación de la Red de Bibliotecas del Principado, los tiempos de llegar con las furgonetas para montarlas en cualquier municipio, la ilusión que eso suponía y la sensación de estar viviendo un momento importante y feliz para la difusión de la cultura.
A Lydia le seduce especialmente pensar que la vida es fluir y que la suerte ha sido la encargada de acercarla hasta el mar gijonés que forma también parte del paisaje de la infancia, del veraneo en la casa de los tíos, en la playa que parecía tan grande, tan fría a veces, tan maravillosa siempre, de los oricios comprados por paladas. A Gijón la trajeron primero los libros y más tarde, desde que se hizo cargo de la dirección del Museo Barjola, las miradas, las suyas para entender el mundo, las de los artistas para regalar los universos propios, las visiones personales. El privilegio también de poder mostrar, de ofrecer a toda la ciudad ese regalo que consiste en cambiar el punto de vista, en entender las otras caras de ese poliedro que es la realidad y sus misterios.
A la niña de Ventanielles el azar terminó por traerla al mar que tanto deseó de pequeña. En los ojos que siguen soñando hay un vaivén de olas, un sonido del viento en los barcos que atracan en el muelle, una suma de voces y miradas que la reafirman en las certezas y que le permiten seguir preguntándole a la vida por sus secretos.
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