Alcoa o el Estado impotente
El 11 de diciembre de 2014 veinte mil almas recorrieron las calles de Avilés contra el cierre de la planta de aluminio que la multinacional ... Alcoa explotaba a orillas de la ría. Unos días antes, la empresa había comunicado el cierre de sus plantas de Avilés y Coruña dedicadas a la producción de aluminio primario y que empleaban unos 800 trabajadores de forma directa y otros 300 de forma indirecta. La principal razón alegada por la multinacional americana era su incapacidad de asegurar precios competitivos para la energía eléctrica consumida por estas plantas, lo que suponía el 40% de la materia prima utilizada en sus procesos productivos.
Siete años después, este pasado 8 de noviembre, los trabajadores de los restos de la antigua Alcoa, hoy Alu Ibérica, se concentrabanen la plaza de España de Oviedo con el mismo grito en la boca, pero en número mucho menor y con el caudal de esperanzas bajo mínimos. No es para menos, por el medio una novela por entregas propia de la vieja picaresca española del Siglo de Oro, una buena muestra de ese capitalismo, no ya de amiguetes, sino de pura y dura rapiña que aflora en los momentos de crisis de la mano de avispados empresarios de fortuna dispuestos a repartirse los despojos de un patrimonio industrial que el Estado no ha querido o no ha sabido defender.
Cuando el 31 de julio de 2019 tras un largo y proceloso casting, supervisado en todo momento por el Ministerio de Industria, Alcoa adjudicó las plantas de La Coruña y Avilés a Parter Capital Group, un fondo de inversión suizo sin conocimiento alguno del sector del aluminio, a la ministra Maroto le faltó tiempo para señalar que aquél «era un día para la satisfacción y la esperanza». Hoy se tramita en la Audiencia Nacional una querella por estafa agravada, insolvencia punible, apropiación indebida de al menos 13 millones de euros, delito contra la seguridad de los trabajadores y pertenencia a grupo criminal, ante la apariencia de que la empresa cayó en manos «de empresas fantasma sin capacidad para llevar a cabo el plan de negocios ni el pago de los salarios».
Una muestra evidente de debilidad institucional, cuando no de incompetencia negligente, por parte de una Administración que no supo cumplir su labor de supervisión y vigilancia.
Pero añadido a esto cabe preguntarse: ¿Cómo es posible que el principal factor de deslocalización alegado por la empresa, el alto costo de la energía eléctrica, no solo no se ha solucionado, sino que se ha agravado aún más? La reclamación, entonces y ahora, repetida de forma recurrente por empresas, sindicatos, fuerzas políticas y sociales era la de disponer de una tarifa eléctrica, predecible, estable y competitiva, equiparable a la que disponen nuestros competidores europeos. Nada más y nada menos.
Por eso el caso Alcoa resulta paradigmático de muchas cosas. De cómo se ha abordado la política industrial en España en los últimos 20 años, o mejor dicho la no política industrial; de algunos procesos de privatización seguidos al calor de la apertura de nuestra economía; de la discutida capacidad que tienen los viejos estados nacionales para enfrentarse a las decisiones de las grandes corporaciones que operan en mercados globales, cuando muchas veces, y éste es un caso claro, las condiciones de competitividad están decisivamente influidas por factores locales. Y desde el ámbito regulatorio, Alcoa es un paradigma de cómo las ineficacias legislativas influyen de forma decisiva en la marcha de la economía.
Desde diciembre de 2014, fecha del primer anuncio de Alcoa, se han celebrado siete procesos electorales de alcance nacional, en todos ellos la promesa de una tarifa eléctrica singular para la industria electrointensiva ha formado parte del corazón de las promesas electorales de todos los partidos, muy especialmente de los que lideraban el gobierno en aquella fecha o lo hacen ahora. No hay sorpresa, ni amenaza nueva, lo que si ha habido es una omisión flagrante de la diligencia debida por parte de la Administración, o quizás una muestra evidente de impotencia estatal adornada con incompetencia regulatoria. Ha fallado el entorno regulatorio y la fortaleza de la Administración, todo lo demás España lo tenía: instalaciones, procesos, tecnología, personal cualificado. Probablemente con haber copiado a nuestros vecinos europeos hubiese sido suficiente, pero ha faltado voluntad política, ese arcano que opera intramuros del Consejo de Ministros y que ha estado presto para apoyar a otros sectores, desde luego no a la gran industria, la que curiosamente ofrece el empleo más cualificado, más estable y de mayor calidad.
Sólo me queda una curiosidad, ¿qué pensará de todo esto aquélla enérgica diputada gallega, de apellido Díaz y nombre Yolanda, que en el pleno del Congreso y refiriéndose a la gestión de la ministra Maroto le espetó aquello de: «¡Esto no es serio, ministra!». ¿Seguirá opinando lo mismo, ahora que comparten asiento en el Consejo de Ministros y ella misma es titular, nada menos, que de la cartera de Trabajo?
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