El alma de rodillas
En el colegio todas teníamos cerca alguien 'raro'. Un tío que no hablaba, una prima que cantaba a deshoras, una abuela que se iba sola ... calle abajo o monte arriba, un sobrino segundo que nunca sonreía, una madrina que te taladraba con aquella mirada perdida, pero profunda. Era una colección de personas distintas que configuraban el paisaje habitual de cualquier familia. Nadie le quitaba importancia, al menos entre susurros, pero nadie, tampoco, se la daba del todo. «No está bien», me decía mi madre sobre su amiga, peluquera de profesión cuya casa sigo recordando como el escenario perfecto del terror. Subíamos los cuatro hermanos siguiendo los tacones de mi madre y, nada más cruzar aquella puerta, el pasillo parecía quebrarse entre el tiempo y el espacio. No sabría explicar por qué el miedo, jamás nos hizo nada; jamás, tampoco nos dedicó un segundo. Su indiferencia contrastaba con el tono agudo y triste con el que hablaba a los adultos. Tendrían que pasar muchos años hasta que supimos de su enfermedad, de la angustia de una vida ajena a lo que se supone es la normalidad. Desde entonces, no concibo la ligereza con la que se explican estas cosas.
La mente es un desafiante juego de conexiones neuronales capaces de alejarte para siempre de la felicidad. Un feroz rompecabezas que no siempre encuentra calma. La parada en público de Simone Biles ha demostrado mejor que cualquier proeza deportiva por qué es una campeona. Su cabeza pide frenar y, aún sabiendo lo que le espera, entre escandalosos y estúpidos comentarios, Biles se ha hecho caso. «Hay momentos -escribió Víctor Hugo- en los que, sea cual sea la actividad del cuerpo, el alma está de rodillas». Es tiempo de parar.
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