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Que España es un país de territorios privilegiados no hay humano que lo pueda en poner en duda. Y que desde la creación de las ... autonomías los privilegios se fueron acrecentando, tampoco. El primer paso que se dio con el arranque de la constitución de las comunidades ya llevaba consigo precisamente ese principio, cuando al País Vasco y Navarra se les concedió el beneficio de quedarse fuera del régimen común de financiación mediante el sistema de cupo, o que Cataluña y Andalucía accedieran a asumir las competencias básicas por la vía rápida. Ya entonces, en el aspecto político, se empezó a fijar la España de las dos velocidades, que luego se fue trasladando a todos los órdenes, social y económico, abriéndose una brecha que se ha ido agrandando en estas últimas décadas porque con el asunto de los recursos financieros no se acertó con la fórmula para resolver los desequilibrios.
Ahora el escenario de la desigualdad territorial es mucho más complicado si cabe. Ya no es un país con dos ritmos distintos de crecimiento en función del lugar del que hablemos, sino que hay hasta cinco o seis catalogaciones diferentes por las características que fueron adquiriendo las regiones, su evolución económica, la capacidad de desarrollo y, sobre todo, las prebendas. Salvando la situación de Madrid, cuya condición de capitalidad le favoreció para tener también un trato especial, y la especificidad equivocada otorgada a Euskadi por la presión del nacionalismo vasco, las comunidades mediterráneas, con Cataluña como cabecera independentista, recibieron mayor atención durante toda la historia reciente por parte de la Administración central.
Da igual el color que gobernara en Madrid, el sur y el Levante eran focos prioritarios de la política territorial, que se imponían sobre aquellos que se requerían desde otras comunidades, más necesitadas incluso de medidas vertebradoras y transformadoras para salir del vagón de cola del país. De esta manera, en las estadísticas de desarrollo regional, aquella España política de las dos velocidades coincidía también con la España económica, no solo por el dinamismo que fue desplegando la iniciativa privada, sino sobre todo por el efecto movilizador de los recursos públicos.
La situación no ha cambiado, pero es más perversa aún. Esas comunidades, Cataluña, Valencia, Murcia y Andalucía, que concentran el mayor número de escándalos de corrupción en las administraciones, donde varios presidentes autonómicos pasaron por los juzgados y fueron condenados por malversación, cohecho, apropiación indebida de dinero público o cobro de comisiones, son también las que más se saltaron los límites de las reglas fiscales.
La comparación con las autonomías del Cantábrico, incluyendo también Castilla y León, que padece como Asturias similares problemas estructurales, es estratosférica. Tras el estallido de la crisis financiera, la suma de la deuda de las regiones del arco del Mediterráneo superó los 201.000 millones de euros, más de la tercera parte contraída por Cataluña. En la cornisa Cantábrica, 33.504 millones. Es cierto que en el sureste del país se concentra el doble de población que en el Norte, también de votos, pero el endeudamiento no responde a esa proporción. Fue seis veces mayor que en el área septentrional. La cultura de la gestión de la cosa pública ha sido distinta. Se ha tirado del exceso con el permiso de 'Papá Estado', que además continuó abonando el terreno con dinero fértil. Lo sigue haciendo ahora. Un ejemplo manifiesto es la comparativa de inversión en los dos corredores ferroviarios.
La condonación de la deuda autonómica planteada por el Gobierno para favorecer una mejora de las ratios de solvencia de las comunidades ante los mercados financieros puede ser una medida positiva. La Administración estatal tiene capacidad para absorberla. Pero a ojos del buen ciudadano, la propuesta realizada a partir del pacto con los catalanes es inasumible por injusta e insolidaria. Premia el derroche y la incorrección política, hace más profundo el desequilibrio territorial y genera mayor desigualdad. La quita por habitante para esas comunidades incumplidoras, que tiraron de préstamos para pagar los excesos con la excusa de una infrafinanciación que afecta a todas, es el doble de la que se ofrece a Asturias, Galicia, Cantabria o Castilla y León. En el Mediterráneo, 2.284 euros por residente. En el Principado, 1.369 euros. El cálculo puede que técnicamente sea preciso en función de los criterios aplicados, pero políticamente no resulta nada ético que el coste de la derrama para un asturiano sea más elevado que para un catalán o un andaluz.
Si el perdón fuera para todos igual, la condonación de la deuda en Asturias tendría que pasar de los 1.508 millones que nos adjudica el Ministerio de Hacienda, a más de 2.500 millones. Esa sería una mutualización más justa. Y si no, que cada cual pague su hipoteca.
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