Asalto al sueño americano
Son desheredados a los que nadie, ni en un lado ni en el otro del espectro político, hace caso. Personas a las que todos ignoran e incluso desprecian porque representan, precisamente, el fracaso del tan adulado ascensor social
El asalto al Capitolio, a pesar de la animadversión profunda que un personaje como Donald Trump pueda inspirar, a pesar de sus manejos y baja ... capacidad gobernativa o de sus constantes llamamientos virulentos a la no aceptación de la victoria de Biden, no es responsabilidad única y exclusiva del anaranjado mandatario. Es consecuencia de muchos otros factores muy diversos que se han ido cultivando durante décadas y que en los últimos años han crecido de forma considerable, alimentados no solo por gobernantes cortos de miras como Trump, sino por un sistema que no sabe o no quiere mirar el problema a la cara.
Hay en la sociedad norteamericana, como la hay en la nuestra, aunque en menor medida -por el momento-, una base social disgustada con la vida, y con esto me refiero a la vida en general. Con una existencia que va desde que se nace hasta que se muere y que incluye cada decisión y pasos, sean estos ajenos o propios. Una subsistencia que, en la mayor parte de las ocasiones, se hereda y que sus protagonistas juzgan inmerecida, leonina y dolorosa. Una vida a la que no llega el famoso ascensor social del sueño americano y que quienes la viven entienden y creen con firmeza que les correspondería vivir a otros, pero no a ellos.
La pobreza, la falta de educación y de oportunidades, el amplio atraso social y económico de una parte nada desdeñable de la sociedad norteamericana... Aderezados por un fanatismo religioso solo preocupado de la búsqueda de culpables, anclado en el Antiguo Testamento y en un Dios feroz, terrible y vengativo, anacrónico con los tiempos y las gentes, es parte del problema. De hecho, quizá sea el mayor causante del mismo. «En Dios confiamos» es el lema nacional oficial de Estados Unidos, y cada uno ama y comprende a Dios a su manera, de acuerdo a lo que vive y a lo que le dijeron que tenía derecho a vivir, aunque no pueda siquiera rozar esa forma de vida prometida. O sería mejor decir que precisamente porque no puede siquiera rozar esa forma de vida prometida.
Se trata de un fervor que se alimenta de esa penuria y de la desesperanza de estas gentes, entendida esta como una pérdida total de esperanza, de toda esperanza. También se nutre, sin duda, de la oscuridad funcional en la que viven muchas de estas personas, varadas en la inopia y el fracaso, y de su falta de sueños. Desesperación de generaciones que ven cómo el sueño americano pasa siempre, eternamente, de largo por sus vidas. Nunca se detiene ante su puerta. Nunca llama. Nunca les dice, «eh, súbete». Pero sí toca en la puerta de otros. Otros que, desde las elites del poder, ayer y hoy, desde los púlpitos y desde algunos medios de comunicación a través discursos incendiarios, les dicen que no se lo merecen. ¿Por qué? Porque no son auténticos americanos ni auténticos creyentes. Auténticos. Y es entonces, es ahí, cuando un dirigente como Trump lo tiene muy fácil. Solo necesita un mensaje fácil, visceral, que llegue a las entrañas y al dolor de no tener nada. Mensajes que transforman las frustraciones en odio, y el odio en poder.
Son desheredados a los que nadie, ni en un lado ni en el otro del espectro político hace caso. Personas a las que todos ignoran e incluso desprecian, porque representan, precisamente, el fracaso del tan llevado y traído sueño americano, del tan adulado ascensor social. Fracaso del sistema que los considera 'solo' paletos y no quiere verles, y cuando un problema se ignora, al final se enquista y se convierte, primero en un presidente anaranjado infantil e insensato, y después en un deplorable asalto al Capitolio, porque cuando uno no tiene nada que perder, la irracionalidad conquista y la violencia gana.
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