Dejadme con mi ilusión
En tiempos de cinismo y queja permanente, la ilusión parece un acto de ingenuidad. Pero quizá sea justo lo que más necesitamos
Carlos Ranera
Sábado, 1 de noviembre 2025, 01:00
Qué le voy a hacer! Al final voy a tener que pedir perdón por tener ilusión. En estos tiempos parece que se lleva más estar ... permanentemente enfadado, quejarse por sistema y mirar con desconfianza a quien sonríe demasiado. La irritación se ha convertido en una forma de pertenencia: si no protestas, eres sospechoso de frivolidad. Pues bien, debo de ser un ingenuo incorregible, porque a mí todavía me hace ilusión conseguir buenos resultados, tanto en lo profesional como en lo personal. Me gusta retarme, marcarme desafíos y comprobar hasta dónde soy capaz de llegar. Disfruto superando obstáculos, alcanzando metas nuevas, obligándome a mejorar. Lo hago en el trabajo, en el deporte y en la vida. Y me parece divertido.
Mi problema llega cuando lo digo en voz alta. Cuando confieso que no tengo prisa por dejar de trabajar, que no veo el trabajo como un castigo, sino como un territorio donde seguir creciendo. Entonces noto ciertas miradas de extrañeza, incluso de condescendencia. «Ya se le pasará», parecen decir. Pero no, no se me pasa. Porque creo que es un error monumental asociar inactividad laboral con calidad de vida.
Claro que entiendo que hay trabajos penosos, alienantes o mal pagados, que desgastan más de lo que aportan. Pero también hay otros que te desafían, que te obligan a mantener la mente despierta, a seguir aprendiendo, a sentirte útil. A esos me refiero: a los que te empujan a no acomodarte. Y creo que la diferencia entre unos y otros no siempre está solo en las condiciones externas –el sueldo, el horario, el reconocimiento– sino también en la manera en que nos situamos ante ellos. La ilusión no depende solo de lo que hacemos, sino de cómo lo miramos.
Tener ilusión es una decisión. Un acto voluntario, íntimo, casi artesanal. No brota sola: se cultiva. Hay que protegerla del desencanto, del ruido, del cinismo. Y sobre todo, del contagio del pesimismo colectivo, esa epidemia invisible que convierte cualquier entusiasmo en sospechoso. La ilusión no es ingenuidad: es resistencia. Es la forma más silenciosa de rebeldía ante la apatía generalizada. Por eso creo que es importante buscar la parte de juego y de reto en las cosas que hacemos cada día. Convertir lo cotidiano en algo digno de ser vivido con atención. Hacer lo mismo, pero de otra manera: en menos tiempo, con más alegría, con un poco de arte. Encontrar placer en los pequeños matices, en los gestos casi imperceptibles que marcan la diferencia entre cumplir y disfrutar.
Está en nuestra mano decidir si vivimos esperando el viernes o si tratamos de encontrar sentido al lunes. Si nos pasamos la vida soñando con las vacaciones o aprendemos a disfrutar de los días de trabajo. Si vemos la jubilación como una liberación o como el final de una etapa que también podía ser plena. Porque si solo somos felices en los intermedios —en los descansos, en los paréntesis—, estamos desperdiciando la mayor parte del tiempo disponible.
La ilusión, al fin y al cabo, no es un estado de ánimo: es una forma de estar en el mundo. Es la energía que nos permite seguir creyendo que cada día puede aportar algo, aunque sea pequeño. Es lo que nos mantiene jóvenes, incluso cuando el calendario dice otra cosa. Por eso no pienso pedir perdón por tenerla.
Dejadme con mi ilusión. Con mi manera de mirar las cosas como si todavía mereciera la pena esforzarse, aprender, volver a empezar. Dejadme con esa mezcla de ingenuidad y coraje que hace que uno se levante cada mañana con ganas de hacerlo un poco mejor. Puede que esté pasado de moda, sí. Pero, sinceramente, prefiero ser un iluso entusiasta antes que un escéptico aburrido.
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