El tío del coche blanco

Algo hay que hacer y hay que hacerlo ya, porque el miedo, el pánico a que ese tío me metiera en su coche blanco, me llevara a saber dónde y me hiciera a saber qué, no debería ser ni un recuerdo ni una realidad. Ni ayer, ni hoy ni mañana

Jueves, 11 de noviembre 2021, 22:28

Eran las ocho de la mañana de un 1 de enero cuando lo que les voy a contar me sucedió. Tenía 18 años. Había estado, ... como millones de personas en el mundo, de celebración y regresaba en tren, el primero de la mañana. El convoy iba casi vacío, tan solo ocupado por alguna alma en pena, algún trabajador, el pica (como llamábamos al revisor) y unos pocos que retornábamos a nuestras casas con los restos de la fiesta aún encima. Había sido una noche divertida, repleta de brindis y buenos deseos, bailes y carcajadas. Una noche que terminó con las primeras luces del día.

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En lugar de bajarme en la estación principal, lo hice en un apeadero que quedaba más cerca de mi casa. Así llegaría antes. Era un camino que me sabía, me sé, de memoria. No en vano, lo recorría a diario para coger el tren e ir al instituto. Mi destino estaba a solo cinco minutos, pero ese día se convirtieron en unos de los más largos de mi vida.

A medio camino, un coche blanco se me acercó y su único ocupante, un hombre de unos 30, quiso entablar conversación conmigo entre piropos cada vez más subidos de tono. Aceleré el paso mientras le ignoraba y tiraba del largo de la falda. Me dolían los pies, llevaba botas de tacón, e intuía que si echaba a correr, no llegaría muy lejos. ¿Por qué lo pensé? Quizá por el tono del tipo, cada vez más insistente y, a la vez, oscuro. Sí, había un deje amenazador. O porque conducía al mismo ritmo que yo avanzaba y me invitaba a llevarme a casa.

-No, gracias. Vivo aquí mismo -me oí decir. No era mentira, aunque no vivía tan cerca como me hubiera gustado.

De la misma, aceleré aún más y entonces, el tío frenó. En seco. Lo miré, un segundo, lo suficiente para ver cómo abría la puerta. Una sensación de auténtico pánico me inundó. ¿Qué podía hacer? Eché un vistazo alrededor. Casas en silencio, nadie, y me fijé en el jardín de una de ellas, repleto de rosas y cactus. Me dirigí a él como un rayo y sin pensarlo, saqué las llaves y toqué la puerta de la verja, como si viviera allí. El tipo, cuando me vio, dijo algo -no llegué a entenderlo-, se metió en su coche (ya estaba fuera) y huyó a toda velocidad. En cuanto el coche desapareció por completo, corrí muerta de miedo hasta mi casa, me metí en la cama y guardé esta historia.

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Pocas veces la he contado, pero hoy la escribo porque el miedo que sentí entonces es uno que no termina de marcharse de esta sociedad empeñada, en demasiadas ocasiones, en mirar para otro lado. Yo tuve una idea que probablemente me salvó y aquel solo era un tío. Uno. ¿Y si hubieran sido más? ¿Y si no se me hubiera ocurrido lo del jardín? ¿Y si hubiera estado, después de toda una noche de fiesta, ebria? ¿Y si...?

Ahora, díganme, ¿cuántos de ustedes, alguna vez han vivido una situación igual o parecida? Si son mujeres, me dirán que más de una, desde luego. Si son hombres, ninguna. Y si son hoy mujeres jóvenes o adolescentes, me dirán que incontables. Está claro que algo falla cuando situaciones como la descrita aumentan, se multiplican, y no somos capaces de ponerles freno. ¿Qué estamos haciendo mal y cómo podemos solucionarlo? ¿Penas más duras? ¿Cambio en la normativa? ¿Mejoras en la educación sexual? ¡¿Qué?!

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Algo hay que hacer y hay que hacerlo ya, porque el miedo, el pánico a que ese tío me metiera en su coche blanco, me llevará a saber dónde y me hiciera a saber qué, no debería ser ni un recuerdo ni una realidad. Ni ayer ni hoy ni mañana.

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