La constante invención de problemas
Le atribuimos el mismo nivel de gravedad a un problema territorial que a un triste problema de chuletones, filetes y opiniones fuera o no de lugar
Nos gusta inventar monstruos para luego tener miedo de muestras propias invenciones. Nos gusta inventar héroes para idolatrarlos, amarlos y, cuando toque, olvidarlos. Nos gusta ... inventar culpables a los que colgar la mochila de todas nuestras miserias y así no tener ningún tipo de sentimiento de culpa. Nos gusta inventar mártires para tener una excusa por la que luchar, gritar y guerrear si es necesario. Y en ese continuo inventar, nos gusta inventar problemas.
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Así, durante veranos y veranos, no recuerdo cuántos si bien son considerables, nuestro problema principal, de la noche a la mañana, era Gibraltar y su soberanía. De improviso, cada mes de julio nos importaba el Peñón. El resto del año era una cuestión menor. Algo que estaba ahí, pero que nos daba igual o ¿quizá no estaba? Quién sabe. Era, sin duda, con el calor, con las vacaciones estivales, con lo que un asunto como este cobraba trascendencia.
Alguna vez, los problemas surgen por sucesos desgraciados, normalmente asociados a muertes violentas que llaman mucho la atención. Entonces decidimos que ese verano lo dedicamos a hacer análisis, estudios e investigaciones de todo tipo y condición sobre los graves conflictos que el país padece y que se reducen a lo que haya sucedido en ese momento. No existe nada más y elevamos a categoría de problema mayor del reino el asunto, sea de la índole que sea. Y este comportamiento, al final, estas ansias -que de un tiempo a esta parte nos comen-, por convertir y dotar de categoría gravísima cualquier contrariedad, nos hace caer en demasiadas ocasiones en el ridículo. Así, consideramos una crisis terrible, por ejemplo, la cuestión de la carne y el ministro de Consumo o la nueva remodelación del Gobierno de Sánchez (de esto ya hablaremos otro día que ahora estarán hastiados).
Llegó la pandemia, que aquí sigue, y el problema ahora, hoy, son los jóvenes. Dos veranos llevamos así. Se ve que en otras épocas de asueto la juventud no existe o desaparece como por arte de magia. Solo nos interesamos por ellos y sus actividades en verano. Son como las lagartijas, que solo salen con el sol. Y como los días se alargan, dejamos de hablar de pensiones, de la falta de algunos servicios -sobre todo sanitarios-, del reparto de fondos europeos y sus plazos, de las grandes empresas y sus oscuras relaciones con Villarejo, de la subida de la luz -como ya está hecha...- y de un sinfín de asuntos más porque lo que realmente es trascendental son los jóvenes.
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Es interesante, ¿no creen? Igualamos las preocupaciones, las medimos por el mismo rasero y le atribuimos el mismo nivel de crispación, gravedad y dramatismo a un problema territorial, a una muerte violenta, a una pandemia mundial que a un triste problema de chuletones, filetes y opiniones fuera o no de lugar. Y más allá de que pudiera ser este último un tema interesante a debatir con calma y conocimiento, con ganas de mejorar y aprender por todas las partes (todavía, de vez en cuando, me permito creer en las utopías), lo convertimos en un drama. Una catástrofe o tragedia estival que caerá, como algunos héroes inventados y otros tantos mártires, en el más absoluto ostracismo cuando el otoño nos alcance y las hojas empiecen a enmoquetar los suelos de las ciudades y los pueblos.
Problemas inventados que sirven para tapar otros reales y quizá más significativos. Cortinas de humo, espejismos, trucos de ilusionistas que, como niños pequeños, creemos porque queremos creer o porque todavía no hemos desarrollado la suficiente agudeza para entender que son ficticios, artificiosos, una invención. ¿Queremos creer o todavía no somos capaces de darnos cuenta de que son inventados? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos.
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