Días de cine
En la era preinternet solíamos ver la tele en extraña comunión. Lo habitual es que hubiera un solo aparato, en la sala de estar o ... en la cocina y santas pascuas. Pero al final de los ochenta, al menos en mi entorno, comenzaron a aparecer en algunos hogares otros televisores en habitaciones varias, una expresión cotidiana de lujo. Lujo asiático. En mi caso la tele se elevaba unos metros sobre el suelo de la cocina y parecía que flotaba sonriente. Así que, en aquella unión catódica (como dirían en la bola de cristal) era muy sencillo saber los gustos de mis hermanas, de mi padre, incluso de mi madre, aunque ella se adaptaba con tal rapidez que en más de una y de dos ocasiones pudimos suspirar conjuntamente por la perfección que exhibía en su mandíbula Burt Lancaster. También comentamos en más de dos y de tres ocasiones lo mono que era Santiago Auserón, y cómo de buenas nos parecían sus canciones.
Mi madre era también de Antonio Gasset. Nos desesperábamos por el horario de 'Días de cine', pero la recompensa, siempre, superaba a la incertidumbre, incluso a la mala uva que se nos ponía. Mi hermana Sofía, mi madre y yo, cada una en sus cosas hasta que se escuchaba la entradilla y salía el hombre pájaro, anunciando maravillas o deslealtades, acción o drama, romance o intriga. Lo conocí durante un festival de cine de Gijón y creo que pocas cosas le hicieron a mi madre más feliz que el relato del encuentro. Cuando me enteré de la muerte del periodista el miércoles, se me vinieron de golpe muchas de aquellas noches, con la taza de leche que se tomaba mi madre a la espera de nuestros días de cine; con las risas, con el sueño en los ojos y las prisas de lo cotidiano. Gracias, Antonio.
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