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En medio de la confusión generalizada que impera en la política no está de más recordar, en medio de tantas críticas y temores, que la ... economía está mejorando. Es una suerte que después de tantas penurias y contratiempos, iniciados por la pandemia y agravados un año atrás por la guerra entre Rusia y Ucrania, las premoniciones catastróficas que se escuchaban por todas partes no se hayan confirmado. La economía aporta datos generales positivos y sus efectos ya se pueden observar en la calle.
Hay algunas cifras relevantes, como el descenso del paro de manera bastante espectacular. Este es un problema crónico de la economía española y que esté dando un respiro no sólo es un motivo de satisfacción para las miles de personas que han encontrado trabajo –y que ojalá lo conserven después de las navidades–, sino también lo que parece más alentador, que vuelven a verse anuncios buscando trabajadores. Algunos sectores, como el de la gastronomía, están enfrentando serios problemas por la escasez de profesionales.
Otro elemento alentador es la reducción que ha experimentado la inflación. Todavía continúa siendo muy elevada, pero es relevante que haya sido la que más descendió entre los países de la Unión Europea. Continúan, eso sí, los precios desorbitados que han alcanzado los combustibles y el gas. Y es lamentable que, como siempre suele ocurrir, haya desaprensivos que se están aprovechando de los altos precios que impuso la inflación para mantenerlos sin justificación.
Han sido varios los factores que explican que la economía cotidiana, la que afecta directamente a las familias y a las personas, esté mejorando: el aumento de los trabajadores que han conseguido empleo es uno; otros son las ayudas oficiales que están recibiendo las familias más necesitadas, las subvenciones a los niños y en bastantes casos también a la pérdida del miedo a gastar los ahorros forzados que se hicieron en los días de confinamiento del covid y la psicosis de que regresase lo que se vivió después.
En una ciudad como Madrid la mejoría se refleja en la cantidad de obras públicas que dificultan el tráfico, pero generan trabajo; en el lleno que se observa en los establecimientos, desde bares hasta supermercados, o simplemente en la dificultad que surge para encontrar dónde comer improvisadamente en un restaurante. Reservar se ha impuesto, y en muchos casos con semanas de anticipación. Esto está ocasionando inconvenientes a los clientes y tentaciones deplorables a algunos propietarios, que han impuesto la tiranía, más propia de los antiguos países comunistas, de establecer turnos.
Sólo a título de ejemplo, la pasada semana invité a cenar a unos amigos con los que tenía un compromiso. Reservé a las ocho y media y a las diez y media en punto los camareros se apresuraron a recoger los cubiertos sin que alguno terminara el postres, y el metre, por cierto con tono impertinente, nos ordenó abandonar la mesa porque había una cola de los que tenían reserva para el siguiente turno. Y el precio no era barato, cerca de 80 euros per cápita, pero acabamos la animada conversación recluidos en la incomodidad del coche.
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