José Manuel Vilabella durante la presentación de su libro 'Breviario de falsedades'. J. C. Román
«Oye, Eduardo, ¿tú escribirías mi obituario?» Méndez Riestra no lo dudó y contestó que sí, que por supuesto. «Pero quiero leerlo antes», le dijo entonces José Manuel Vilabella. Dicho y hecho, y este es el resultado:

Muerto de risa

Eduardo Méndez Riestra

Jueves, 30 de octubre 2025, 12:28

«¿Está el muerto? Que se ponga». Si yo fuera Gila me gustaría coger el teléfono y llamar a donde fuera preguntando por mi gran ... amigo José Manuel Vilabella, que acaba de morirse. Así, con humor negro, en homenaje al finado, que era un fino humorista por encima de cualquier otra cosa, por ejemplo 'gastrólogo' ( y 'gastrónomo incompetente', tal como se autotitulaba) o tenedor de libros, que es como antiguamente se llamaba a los que llevaban contabilidades de empresas. De profesión fue así profesor mercantil, pero la ejerció poco, porque la vida se la ganó sobre todo vendiendo a numerosas firmas la primera cibernética que llegó a España, al servicio de la americana NCR, hasta que un día, cincuentón, lo juzgaron caducado al estilo yanqui y lo facturaron a sus reales con una jugosa indemnización, que invirtió en ladrillos para poder decir mucho más tarde que era pobre de solemnidad, pues no tenia tres o cuatro viviendas, sino que eran ellas las que lo tenían a él, que no hacían más que sacarle los cuartos por uno o por otro.

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Debió de ser buen vendedor, porque era especialista en entrarle bien a la gente, salvo que se levantara cruzado (e incluso así). Su muletilla para con cualquiera que acabara de conocer y a poco que luciese era «Oye, eres, cojonudo (o cojonuda)», realzado con su inconfundible deje gallego que fue incapaz de perder. Y por qué iba a hacerlo, por lo demás. Haber nacido en Lugo en plena guerra civil no era ningún deshonor, en especial siendo hijo de un masón republicano que había sido secretario de Santiago Casares Quiroga, notable político de Izquierda Republicana (y padre, por cierto, de María Casares, amante en Francia de Albert Camus y la actriz favorita para sus piezas teatrales por aquellas tierras).

José Manuel aterrizó en Oviedo cuando a su padre, inspector de trabajo, le confinaron en esta ciudad para depurarle, una sabia decisión que no tuvo efecto alguno, salvo que hizo carbayón de adopción a este hijo adolescente hasta llegar a encarnarse, que sé yo, en el mismísimo Álvaro Mesía, por decir una tontería no tan absurda si pensamo que ambos fueron liberales de cabeza y de costumbres, pese a que no me conste que Vilabella sedujera a ninguna otra que no fuera su adorada Adela, extremeña de nación a la que un buen día conoció a su paso laboral por Don Benito y se la trajo a este huerto.

Si le pido prestado el título de su película a Álex de la Iglesia para esta necrológica no es por un recurso facilón sino por una cuestión filosófica: por principio muy profundo, a Vilabella le hubiera encantado palmarla en cualquier ocasión en que se estuviera riendo con todas sus fuerzas. Pero también porque lo mejor ante la muerte es tomarla a broma, para que se joda la muy puta, que siempre buscó el luto y el llanto a toda costa. Pues no: servidor ahora mismo está escuchando el tema de La vida de Brian, cantándola y bailándola como puede. Y no es que me alegre saber que no volveré a ver a este buen hombre que me va a privar de su grata compañía (y de su cariño: se hartó de decir a otros en mi presencia, como una queja, 'con lo que yo quiero a este cabrón y él que no me quiere nada', lo que sólo era una fake new).

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Le quería tanto que, como la esposa que no era, siempre le estaba riñendo para intentar refrenar su constante apego al ego, algo muy frecuente entre la mayoría de los artistas, sean de las artes que sean, porque están habituados a que sus obras pivoten de continuo en torno al Yo, cosa normal después de todo. Él pivotó con fortuna, porque se hizo una obra con personalidad indiscutible, a lomos de Cela, de Camba, de Fernández Flórez o de Gómez de la Serna, entre otros varios de los que fue deudor y en buena lógica, porque todos nos debemos a otros.

Tuvo los huevos de vivir la vida como un juego, en especial ya viejuno, y apostó por un anarquismo de salón del que se quedó no obstante preso. Habrá sido más juguetón que jugador, y eso le valió un público de cuello blanco que rió con sus cosquillas complacido.

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Publicó un montón de libros y cientos, tal vez miles, de artículos por aquí y por allá, presididos siempre unos y otros por el tono jocoso. Si fuera material pesable seguramente la materia gastronómica sería la de más peso, pese a lo cual su verdadera especialidad fue el humor gráfico, aunque no como autor sino como estudioso del mismo, lo que le llevó a comisariar algunas exposiciones del tema, escribir alguna monografía y a reunir seguramente la mejor colección del país de dibujos y publicaciones de tal género. Y hablando de colecciones, sépase que, ya setentón, dió en coleccionar cosas tan diversas como relojes y armas blancas o piedras con historia, entre una veintena de materias que debieron de suponer el fastidio de la mayor parte de su familia, imagino, que vería cómo gastaba el dinero a lo tonto en cosas con las que no sabrían qué hacer tras su deceso.

Era por ello y por más notas una fuerza de la naturaleza muy difícil de domeñar, a lo que contribuía un poso más que considerable del mencionado anarquismo intelectual, pero su humor constante y su imaginación no domesticada le permitían superarlo todo y ganarse el afecto de unos u otros en la gran mayoría de los casos. Hay personas a las que la muerte les sienta bien, la llevan escrita en la cara, pero no es el caso de José Manuel, no, su cara iba asociada a la vida, como no podía ser menos en un tipo vitalista por encima de todo, y poco dado, oh paradoja, a esa morriña tan gallega que desconocía. Pero a la susodicha eso le da igual, porque pasa su factura en cualquiera de los casos. Él, claro, lo sabía, y por eso quiso asociarse enseguida a DMD –la asociación pro Derecho a una Muerte Digna- en cuanto le hablé de ella, toda vez que, como a mí, le aterraba que el trance pudiera ser siniestro. Como cualquier persona con la cabeza sobre los hombros, consideraba derecho inalienable poder poner fin a la propia existencia cuando uno lo considerase conveniente de la forma más cómoda posible. Deja dos hijas, un hijo, dos yernos y varios nietos que le añorarán a no dudar.

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Decía Van Gogh que cada uno tiene reservada una estrella en el firmamento, a la que se traslada una vez muerto. José Manuel Vilabella tendrá sin duda la suya, que ya habrá ocupado, porque este tipo de viajes son rapidísimos. Lo que ignoro es de qué público va a gozar allí, dado que se trata de residencias estrictamente individuales; pero, conociéndole como le conocí, estoy convencido de que se las ingeniará para encontrarlo. No sé cómo, pero seguro que sí: animará aunque sea a las propias piedras, si las hubiere, o a la mismísima materia incandescente. La estrella que le toque va a saber que no será ya la misma luego de su llegada y pasará a la historia cuando algún astrofísico la descubra y bautice como JMV-29 o algo parecido.

En la confianza de que mi estrella quede cerca de la tuya, hasta pronto y que la suerte te acompañe, fiel amigo.

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