Érase una vez un Rey
Se ha idealizado la figura del emérito durante años de forma tan desmedida, que ahora, frente al espejo, frente al cuento sin aderezo ni almíbar, nos encontramos con un problema de difícil solución
Sabían ustedes que Blancanieves no despertó gracias al beso de un príncipe? Ni beso ni príncipe ni enanitos. Fue gracias a un accidente con su ... ataúd cuando la sacaban del palacio donde vivía. Un golpe que hizo que el trozo de manzana que la mantenía moribunda saliera de su garganta. ¿Conocían que las hermanastras de Cenicienta, para poder calzarse el famoso zapato del heredero y así lograr desposarse con él, se cortaron uno o varios dedos del pie? Así es. Un asunto más calamitoso y, ciertamente sanguinolento del que habitualmente nos relatan. Caperucita, por su parte, también resulta más cruel. Canibalismo. Se comió a su abuela. ¿Y la rana del cuento? Pues tampoco se convirtió en príncipe gracias a un beso. Lo hizo cuando fue estampada por insufrible contra una pared, que fue a donde la lanzó la protagonista femenina de la historia. Y podría seguir porque, en realidad, gran parte de estos pueriles y tiernos cuentos, fábulas o historias son, en verdad, oscuros y espantosos.
A lo largo de las tiempos, estos relatos han sido edulcorados, haciéndolos más amables al renunciar a toda su parte tenebrosa que, como pueden comprobar, es considerable. De hecho, para ser sinceros, los cuentos clásicos originales, sin almíbar, están más cercanos al universo de Tim Burton que al de Disney. Mutaciones hechas para que el público infantil pudiera asumirlos con serenidad, sin escándalo, y los aceptara. Por supuesto, para ello también se les ha dotado, a casi todos, de un 'y comieron perdices', pues, ¿qué sería de un buen cuento sin un final feliz? Alteraciones que, no se vayan a creer, no solo suceden en la ficción. Ni mucho menos. En la vida real, con personajes de carne y hueso, también se dan, sobre todo en el caso de clases sociales prestigiosas y de la monarquía. Un claro ejemplo de esta dulcificación, aunque no el único, es lo ocurrido con la figura de un rey, no de cuento sino real, desde hace más de 40 años: el Rey Emérito.
Durante décadas -en mi caso desde que tengo uso de razón e incluso antes-, hemos escuchado las bondades de nuestro monarca jubilado. Sus filantropías, virtudes, cordialidad y gentileza; su gracia, humanidad (sobre la humanidad de las personas podríamos hacer una tesis, porque no hay nada como morirse o ser un personaje de alta cuna para que de uno digan lo humano que era o es), llaneza y familiaridad. Por supuesto, su espontaneidad, que lo acercaba al pueblo, y su carácter campechano. Esto ha sido así, como digo, desde siempre. Hemos asistido a todas estas apreciaciones, verídicas o no, sin pestañear y sin sonrojarnos cuando en ocasiones los piropos rozaban la pura ficción.
En consecuencia, dadas las actuales circunstancias que envuelven al soberano retirado, que ha podido cometer ciertas infracciones y dolos, nos sentimos un tanto atribulados. Y digo atribulados porque, al margen de las posturas más radicales (cortarle la cabeza al estilo Robespierre o dejarlo hacer como si esto fuera un reino absolutista) no se sabe muy bien cómo actuar ante la apertura repentina de ojos de la sociedad; ante la bofetada de verdad.
Se ha idealizado de forma tan desmedida su figura durante años, eliminado cualquier tacha, adornado cualesquiera errores que este hubiera podido cometer -tanto los simples e inocentes como los que merecerían el calificativo de graves o dolosos-, disfrazado sus deslices y perdonado pecados, que, ahora, frente al espejo, frente al cuento sin aderezo ni almíbar, nos encontramos con un problema de difícil solución tanto para el país como para la propia institución monárquica.
¿Qué hacemos? ¿Cómo terminamos el cuento? ¿Tim Burton o Disney? ¿Un final feliz? ¿Acaso este cuento lo tiene?
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